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Tierras de lusitanos y vetones
El
frío era muy intenso. La lluvia había dado paso a la nieve un par de horas
atrás; un manto blanco se dispuso a cubrir los montes y el bosque que quedaba a
sus espaldas empezó a encanecer sus copas. Los caballos piafaban inquietos y
por sus ollares salía su respiración convertida en columnas de nubes
blanquecinas. Aún faltaban algunas horas para que anocheciera, pero la nieve
impedía una marcha ligera como era su intención. Le habría gustado avanzar unas
millas más, aunque consideró más oportuno acampar donde estaban, fundamentalmente
por la proximidad del río y la situación elevada de un pequeño cerro bastante
amplio, idóneo para sus necesidades defensivas. Marco Galerio hizo una seña a
su centurión, Aulo Emilio.
—Vamos a acampar aquí, dispón todo.
—Como ordenes, tribuno.
El centurión levantó el brazo derecho a
modo de saludo y giró su montura en dirección al resto de jinetes, al tiempo
que gritaba sus propias órdenes a sus hombres. Inmediatamente se escuchó un
reguero de voces según se iban transmitiendo a lo largo de la columna de
jinetes. Había partido de Hispalis siete días atrás con dos turmas, es decir,
unos sesenta hombres de la caballería de su legión. Estaba conformada esta
unidad por legionarios, los pocos que restaban en los ejércitos de Roma que no
fueran infantería, dado que ya se estaba optando por configurar las unidades de
caballería en lo que se denominaba auxilia, es decir, con indígenas. Sin
embargo, su ala estaba integrada por ciudadanos romanos, aunque
originarios de las provincias, fundamentalmente galos e hispanos, cuyas tierras
estaban ampliamente romanizadas. En las legiones, el papel de la caballería era
siempre secundario y sus funciones básicas consistían en servir de apoyo a las
unidades de legionarios de a pie o de exploración de terrenos o enemigos. Y
éstas eran las que les habían hecho llegar a tierras lusitanas.
El portaestandarte clavó la insignia de
su ala en el suelo, en el punto central de lo que iba a ser su campamento
eventual. Inmediatamente, los algo más de sesenta hombres cavaron un foso
delimitando el perímetro cuadrangular del mismo; acumularon la tierra extraída
a lo largo del propio foso dándole forma de repecho elevado, formando así un
parapeto defensivo en el cual se clavó una empalizada realizada con recias
ramas obtenidas del cercano bosque junto con las gruesas varas que los hombres
portaban a diario en su equipo, configurando lo que se conocía como vallum,
un vallado netamente disuasorio, con los picos de las varas apuntando a un
posible enemigo. En la zona central del recinto se levantaron las tiendas, de
planta redonda, confeccionadas en piel de cabra, distribuidas de forma
cuadrangular reservando un pequeño espacio vallado para las monturas. Una vez
terminado el trabajo de montar el campamento, en lo que se llevaron algo más de
dos horas, se repartieron las guardias y se nombraron los centinelas. Se
encendieron los fuegos y se prepararon los alimentos tanto para los hombres
como para las monturas.
Marco Galerio, en su tienda, se reunió
con su centurión y los decuriones para establecer el plan que llevarían a cabo
para cumplir con su misión. Ésta era doble: por un lado posibilitar el acceso a
la ruta hasta Salmantica[1] para poder, en primavera, facilitar la construcción de una calzada
desde Vicus Caecilius[2], calzada que permitiría el acceso de las tropas romanas desde el sur
hasta las regiones del norte: Astúrica y Gallaecia. Para ello debía establecer
comunicación con diversas poblaciones indígenas: vacceos, vetones y lusitanos,
cuyos vici u oppida se encontraban ubicados en esos territorios;
no eran beligerantes, pero tampoco cercanos y era necesario negociar para
evitar futuros problemas. Por otro lado, y quizá la misión más importante,
Galerio buscaba reunirse con el jefe de una tribu lusitana que controlaba los
montes interiores, Mons Herminius[3], al noreste de Olisipo. Se trataba de gente aliada a Roma pero cuyas
poblaciones apenas tenían reflejo de la nueva cultura ni de su modelo de ciudad
ni de administración. Algunos hablaban latín e, incluso, hacían circular la
moneda oficial en Roma por sus poblaciones, pero no se mezclaban aún con sus
ciudadanos. Entre otras virtudes destacaban como magníficos comerciantes, papel
que combinaban a la perfección con la formación de guerreros de gran valía,
jinetes que sembraban el terror ante cualquier enemigo con su sola presencia,
fieros, ágiles, mortíferos. Estos lusitanos se decían y se consideraban a sí
mismos como descendientes directos del mítico Viriato, nacido en esos montes,
el pastor de ovejas que puso en jaque a la antigua República de Roma durante
demasiado tiempo, según el punto de vista romano, y que sólo pudo ser reducido
por la traición de sus propios hombres[4]. César también se enfrentó muchos años después con estos guerreros
lusitanos que copaban los montes. Tras reducirlos, les obligó a establecerse en
las llanuras y abandonar las montañas. Hasta ese momento habían respetado esta
imposición, pero ello no impedía que camparan a sus anchas por los territorios
que siempre habían controlado. Al fin y al cabo consideraban que eran sus
tierras.
Marco Galerio despachó con sus
suboficiales y dispuso que dos mensajeros se dirigieran al oppidum de
Aeminium[5]. Era consciente que, con este temporal,
tardarían más de una jornada, tiempo más que suficiente para que él pudiera
llegar con su caballería al punto donde debía reunirse con Cayo Ulpio y sus
hombres. Galerio se encontraba con sus dos turmas cerca de Civitas
Igaeditanorum[6] y aún debía llegar hasta el punto de reunión, cerca del río Zêzere,
donde Ausa, jefe lusitano, solía enviar a sus hombres al mando de su
primogénito, Césaro, para entrenar jinetes y caballos y, por qué no, rapiñar
entre las nacientes ciudades romanas y sus florecientes campos. A cambio de que
les dejaran correr a sus anchas por estas tierras, ellos prestaban apoyo
militar a los romanos siempre que se lo solicitaban, lo que les permitía
participar en los repartos de botín que cada final de campaña se llevaba a
cabo. También era frecuente que los jinetes lusitanos se decantaran por
alistarse en las tropas auxiliares de las legiones de Roma, ya que al final de
su servicio obligatorio, a veces no menor de veinte años, siempre obtenían de
Roma su reconocimiento como ciudadanos romanos y quizá algún lote de tierra
donde asentarse y trabajar.
Cayo Ulpio, a su vez, había salido el
mismo día que Marco desde Hispalis hacia Complutum[7], para solventar una pequeña revuelta civil
que se había ocasionado con motivo de la recaudación de ciertos impuestos
extraordinarios con vistas a la más que probable campaña en la Ulterior
prevista para el inicio del año siguiente. Ulpio se reuniría después con él en
el punto convenido, en tierras lusitanas. Ambos tribunos buscaban que Césaro
aceptara, por orden de su padre, reunirse con ellos y pactar su participación en
dicha campaña. La necesidad de reunirse los dos tribunos en esas tierras
radicaba en que estas gentes no dominaban el latín y, sin embargo, Ulpio
controlaba a la perfección su extraña jerga. Ausa y su hijo siempre habían sido
amistosos frente a los intereses romanos, pero su resistencia y empecinamiento
a rechazar todo lo que procedía del que no consideran otra cosa que un invasor,
dejaba en dudas que sus reuniones no pudieran terminar en un intento
desesperado de acabar con los soldados de Roma. Las dos turmas de Marco Galerio
más las cohortes de Ulpio serían suficientemente convincentes y expeditivas por
sí mismas para frenar los posibles impulsos beligerantes del impredecible
Césaro. Por otro lado, si aceptaban a participar con los romanos, los jinetes
de Césaro y éste mismo estarían a las órdenes de Marco Galerio y no aceptarían
negociar con otro que no fuera él. Se conocían de otra vez, cinco años atrás,
cuando el jefe lusitano aún era un joven casi imberbe e inexperto.
Marco Galerio se puso su manto y salió a
respirar fuera de su tienda cuando el sol hacía ya varias horas que se había
puesto. Las nubes se habían despejado en parte y el cielo aparecía extrañamente
hermoso, tapizado con un blanquecino manto de ovejunas nubes que abrigaba el
negro tapiz del cielo tachonado por infinidad de estrellas de diverso brillo e
intensidad. En algún punto del campamento se llevaba a cabo el cambio de
guardia vigilae en ese momento y los hombres de la ronda caminaban con
pasos amortiguados por la capa de nieve, al tiempo que voces quedas se
transmitían el turno y las consignas. Galerio había intentado sin éxito
conciliar el sueño. Necesitaba una copa de vino, la necesitaba tanto como
respirar, pero cuando se encontraba en alguna misión propia de su cargo, no bebía
jamás, dado que no se podía permitir que nada nublara su juicio o alterara su
razón; para poder sobrevivir era necesario estar siempre alerta y fresco. En
las últimas semanas, desde que la esclava había entrado en su casa y Ulpio
había vuelto a su vida, el sueño le rehuía como un carnero al matadero. Esa
mujer había sacado de su interior lo más oscuro que llevaba dentro y no lo
podía controlar; cuando pensaba en ella una extraña inquietud, un enervante
desasosiego se hacía dueño de su escasa paz. A veces tenía la sensación de que
había cometido un enorme error al meterla en su casa. Y Ulpio. Ulpio le había
devuelto a unos años que creía haber conseguido enterrar para siempre jamás.
Había abierto la puerta de secretos que no podía, que no debía volver a abrir.
Cerró los ojos y una vez más la vio.
Aquella bella mujer de noble nombre y
cuna.
El aire frío de la madrugada le acarició
el rostro y le susurró su nombre.
Marcia.
Miró el cielo, fijó los ojos en las
hermosas estrellas con desesperación.
Su nombre le martirizaba, sus ojos
volvían una y otra vez para aguijonearle las entrañas; sus labios, que nunca
besó, le requerían con ansiedad; su boca, en la que nunca bebió, se abría para
él, le regalaba su risa. La noche le traía su perfume. Marcia. La hermosa,
malévola, Marcia. La pérfida loba de sus más espantosas y dulces pesadillas.
Marco cerró los ojos con fuerza ordenando
a esos ojos que dejaran de mirarlo, de atormentarlo. Que sus labios no
pronunciaran su nombre. Conminó a su recuerdo que volviera a su tumba.
Unos gritos animales cortaron el silencio
de la noche.
Levantó la vista y escudriñó la oscuridad
más allá del parapeto de vallas. Los gritos se repitieron un poco más lejos.
Marco se abrigó y caminó hacia los fuegos que determinaban la presencia de la
guardia. Tres hombres bebían caldo caliente hecho con verduras; otros diez
realizaban la ronda alrededor de todo el perímetro interior del campamento. Los
soldados de guardia se turnaban para hacer la ronda y los que paraban frente al
fuego aprovechaban para calentarse por dentro y por fuera. No se sorprendieron
al ver acercarse a su tribuno. Se pusieron en pie y levantaron el brazo al
tiempo que lo saludaban con respeto. Galerio tenía por costumbre acercarse a
sus hombres cuando se hallaban de campaña, procuraba conocerlos por su nombre e
interesarse por sus problemas cotidianos. Era importante que los legionarios se
sintieran cercanos a su jefe lo que permitía siempre que su obediencia no fuera
sólo consecuencia de su rango, debía ser producto de una fidelidad y de una
confianza ciega en su superior. Esto lo había aprendido del mejor general que
había existido en todos los tiempos, de Julio César. Aún podía recordarlo,
cuando no era más que un novato, en las muchas campañas que conformaron la
guerra de conquista de las Galias, cómo se paseaba por el campamento saludando
hasta al último legionario, a muchos llamándolos por su nombre y recordándoles
su origen, animándolos ante su incierta suerte en la batalla y solicitando su
fuerza y su arrojo ante el enemigo. Quizá eso fue una de las cosas que lo hizo
tan grande, tan poderoso en el campo de batalla: que sus legiones eran capaces
de morir por él, los llevara a dónde los llevara. Por supuesto, Marco Galerio era
consciente de que jamás podría llegar a ser como el ya mítico conquistador de
las Galias y dictador –tras ser el único vencedor de la guerra frente a los
pompeyanos—, pero en su pequeño círculo, en su ala, él procuraba conocer a
todos sus hombres y compartir con ellos las comidas y algunas guardias, como
esa noche hacía. A cambio, tenía su respeto que el valoraba como el mejor
tesoro que poseía.
Marco se sentó y sus hombres, lo
imitaron. Charlaron desenfadadamente en tono bajo. Inmediatamente entre sus
manos alguien colocó una escudilla con caldo humeante y aromático que bebió
agradecido. El grito, un gruñido más bien, se repitió. Al poco, otro lo
replicó.
—No es un animal –dijo en un susurro el
legionario Minicio Justo, de origen galo, leyendo el pensamiento de todos—,
creo que nos están vigilando. Se comunican entre ellos, por eso se oyen tan
cercanos.
—No se aproximan, sólo vigilan –susurró
Septimo Crito—. Quizá se trate de los lusitanos.
—Quizá, pero no lo creo –respondió no muy
convencido Marco Galerio, reservándose por ahora sus sospechas—. Mantened los
ojos bien abiertos. Pero sobre todo que no se den cuenta de que sabemos que
están ahí fuera. En cuanto los gritos se escuchen más cercanos, sin dudar,
despertad a los demás.
Los hombres asintieron en silencio. Marco
apuró el caldo de su escudilla y se levantó. Los otros le imitaron.
—Gracias por la invitación.
Marco volvió a su tienda. Era mejor
intentar descansar un poco. Algo en su interior le decía que no iba a ser una
misión sencilla. Se detuvo en la tienda del centurión, que aún estaba
despierto, y le ordenó que reforzara la guardia y que hiciera rondas externas.
Era conveniente en esas circunstancias ser precavido y, si les estaban
vigilando, mejor hacerles ver que estaban listos para responder en cualquier
momento. Aulo Emilio no se demoró en obedecer, ni pidió explicaciones: él
también había escuchado los extraños gritos animales.
—Pero –añadió con una sonrisa cansada
Emilio—, creo que lo que pretenden los que están ahí fuera es precisamente eso,
hacernos entender que no estamos solos.
Marco no contestó y se fue a su tienda.
Antes del amanecer se pusieron en marcha
no sin antes desmantelar el campamento. Avanzaron a buen ritmo gracias al hecho
de que no les llovió ni nevó en todo el camino. Marco Galerio ordenó enviar una
pequeña patrulla de exploración, formada por tres de sus mejores hombres,
originarios de Castulo, que se fueron turnando para informar de sus hallazgos.
Corroboraron que, efectivamente, un grupo de hombres les seguían. Intentaban
esconder bien sus pasos, pero los expertos ojos de sus jinetes pudieron
localizarlos sin ninguna duda. Su actitud indicaba que, por ahora, sólo
vigilaban su camino y que el número de hombres iba aumentando según avanzaban.
En uno de los avances de sus hombres, éstos no retornaron solos. Venían
acompañados de otros dos jinetes: uno indígena, mensajero de Césaro y el otro
romano, hombre de Ulpio. El campamento del caudillo lusitano se
encontraba cinco millas más al norte y le informaba que le esperaba junto con
el tribuno Ulpio que había llegado la jornada pasada.
Marco Galerio aumentó el ritmo de la
marcha de sus jinetes. Estaban demasiado cerca de las tierras de los astures
para estar tranquilo con tan pocos hombres y suponía que alguna tribu de esas
tierras debía de ser la que había seguido sus pasos.
[1] La actual Salamanca
[2] Se trata de un enclave que se ubicaría en el actual Puerto de
Béjar, provincia de Salamanca; en este punto Quinto Cecilio Metelo Pío, entre
los años 79-78 a.C., construyó un campamento romano tras alargar la calzada
romana, conocida hoy como Vía de la Plata desde Castra Cecilia,
la actual ciudad de Cáceres.
[3] Sierra de la Estrella, Portugal.
[4] Los tres traidores que dieron muerte a Viriato tras ponerse de
acuerdo con los romanos eran oriundos de Urso,
la actual Osuna, en la provincia de Sevilla
[5] La actual Coimbra, Portugal.
[6] Idanha a Velha, Portugal.
[7] Alcalá de Henares, en la provincia de Madrid.
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