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SANATIO: Capítulo VI


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Capítulo VI

Artemidoro había conseguido una casa impresionante en el centro de Hispalis, muy cerca del foro, tras la basílica. De dos pisos, amplias habitaciones, enorme patio interior con plantas de todo tipo y cuatro fuentes, una en cada esquina que refrescaban de forma muy eficaz en los calurosos días de verano, un jardín que circundaba todo el perímetro de la domus lleno de árboles frutales, paredes bellamente decoradas por pintores locales y mosaicos que nada tendrían que envidiar a los que pudieran poseer los más nobles senadores de Roma. El decurión[1] que amablemente se lA había «cedido», poseía otra casa cerca del río de dimensiones algo más reducidas, pero no menos esplendorosa en su factura y, según afirmaba mientras ordenaba recoger sus pertenencias a toda prisa a sus veinte esclavos, se sentía más que honrado porque el noble cuestor Marcelo se alojara en su humilde morada, la que esperaba pudiera llegar a considerar su propio hogar. La sonrisa del decurión se encogió un tanto cuando Artemidoro le indicó entre dientes que dejara la mitad de los esclavos y toda la vajilla de plata. El noble Marcelo no podía buscarse su propio servicio ni comer en vulgares platos de cobre.
      El cuestor llegó a Hispalis un día más tarde y se sintió plenamente complacido por las gestiones de su hombre de confianza. La casa era de su gusto, muy hermosa, bien ubicada dentro de la ciudad y no faltaba detalle para cubrir a plena satisfacción sus exquisitas necesidades. A las pocas horas se sentía como si fuera suya. El decurión acudió por la tarde a su propia casa y solicitó visitar a Marcelo para darle la bienvenida personalmente, pero se le despidió, por medio de uno de sus propios esclavos, tras explicarle que el cuestor estaba descansando de su largo viaje y que hasta el siguiente día no recibiría nadie. Dos días más tarde no fue convocado a la reunión de bienvenida que celebró el cuestor y que se negó a que tuviera lugar en la curia de la ciudad. Marcelo, personalmente, convocó a las personas que serían recibidas en su casa pretendiendo que el primer contacto con Hispalis, tras una larga temporada ausente, fuera del todo informal para hacerse una idea de la situación antes de presentarse ante los representantes municipales del pueblo.
      Aquella mañana la lluvia había concedido una tregua tras algo más de cuatro días de caer agua sin descanso. Se encontraban reunidos en una hermosa sala dedicada a Ceres, bellamente decorada con frescos y mosaicos haciendo referencia a la diosa en los que dominaban los tonos amarillos del trigo. En el suelo, los largos y hermosos cabellos de la nodriza del género humano, acariciaban los pequeños cuerpos de dos niños que a sus senos se alimentaban. Tocada con un velo que le llegaba hasta los pies, su gesto serio pretendía proporcionar una serenidad que estaba muy lejos de flotar en un ambiente como el de aquella noche.
      Presidía la informal cena el cuestor Marcelo, con una toga de seda que competía en brillos con las llamas de las decenas de estilizadas lucernas que colgaban de las paredes. El legado Tito Fabio Buteo se encontraba a su derecha más los dos duunviros de Hispalis, Lucio Horatio Victor y Servio Gallo Bato. A su izquierda se encontraban dos tribunos angusticlavios de la legión XXX, Mario Atilio Varo y Sexto Poncio Silano y el tribuno laticlavio Cayo Albio Severo; frente al lectus de Marcelo se encontraban, por último, Marco Galerio Celer y los dos ediles de la ciudad de Hispalis, Apio Livio Avito y Cneo Manlio Galeo. Varios esclavos de la casa pululaban entre los comensales; sólo los duunviros y los ediles se habían traído consigo sus propios sirvientes para que les asistieran durante la cena. La mesa central rebosaba de viandas de todo tipo que los esclavos iban sirviendo y reponiendo.
      Marco Galerio comía y bebía en silencio, el gesto grave mientras el resto de invitados conversaba alegremente entre sí, relatándose chismes y cotorreos de actualidad. Las risas y el tono de la conversación subían al mismo ritmo que el vino iba desapareciendo de las jarras y las bellas copas de vidrio que acercaban cada poco a sus ávidos labios. Una hermosa esclava se acercó a Marco y le sirvió vino. Era muy joven, quizá no tendría más de dieciséis o diecisiete años. Cuando sirvió a su vecino de lectus, Livio Avito, éste cogió a la mujer por la cintura y la atrajo hacia sí. La muchacha cerró los ojos y se dejó hacer procurando que no se le cayera el vino de la jarra mientras Livio la besaba en el cuello y le bajaba la túnica por los hombros dejando sus blancos senos al descubierto, que acercó a su boca y besó con gula. La joven bajó la cara, avergonzada, pero no hizo ningún gesto de rechazo que le habría supuesto un severo castigo, sin duda. Marco bebió de su copa evitando dejar entrever lo incómodo que se sentía ante tal muestra de lascivia y abuso, dado que la muchacha no le correspondía. Los demás reían jaleando al edil que ya había hecho recostarse a la esclava y le había subido la túnica sobre las ingles mientras que con una de sus manos hurgaba entre las piernas de la joven. Marcelo observó el gesto de desagrado en el rostro de Marco Galerio, que no se molestaba en disimular ante sus invitados lo mucho que le asqueaba el voluptuoso apetito de su compañero.
      Marcelo se incorporó en su lectus con sorprendente agilidad.
      —Estimado Livio Avito, será mejor que dejes para más tarde lo que tienes entre manos –dijo y las risas de todos enmudecieron momentáneamente su voz—. Hemos de tratar una cuestión que debe de ser solucionada sin dilación.
      Livio levantó la cara del cuello de la esclava, aunque no se incorporó ni la soltó.
      —Noble Marcelo, el esclavo que me asiste no tiene entre las piernas frutos tan sabrosos –dijo mostrando a las claras que el vino hacía ya rato que corría en abundancia por sus venas—. Deja que termine lo que tengo iniciado y te atenderé.
      —Livio, más tarde podrás finalizar con éxito lo que deseas –Marcelo, sonrió con malicia—; dudo mucho que el vino que rebosa por las costuras de tu toga y por tus orejas permita mantener recio el timón de tu barca para llegar a buen puerto entre las humedades de esta tierna esclava.
      Las risas de los invitados impidieron escuchar el sollozo de asco que se le escapó a la esclava, cuando por fin logró escabullirse del cuerpo sudoroso del edil; la muchacha se marchó tras recuperar su jarra lo más rápido que pudo sin poder echar a correr y sin parar a recogerse la túnica sobre su casi desnudo cuerpo. Marcelo dirigió una significativa mirada a su hijo adoptivo Marco Galerio, una más que evidente reprimenda en su expresivo rostro que podría resumirse como: «tu cara de asco es demasiado evidente, ¡disimula y ayúdame a atender a mis invitados!». Marco bebió una vez más de su copa, cerró los ojos intentando tragarse la bilis que le atenazaba la garganta y adoptó un gesto que pretendió fuera de indiferencia, aunque el resultado fue pobre. De todos modos, como invitado de poca categoría, aunque protegido del anfitrión dado que era su hijo, los demás comensales lo ignoraban y asumían su presencia como parte del decorado. Todos, excepto Atilio Varo, que había presenciado con aparente satisfacción el intercambio de miradas entre Marcelo y Galerio y una significativa sonrisa curvaban las comisuras de sus labios en algo parecido a una sonrisa. Marco sostuvo sus ojos en los del tribuno, que los apartó al poco, aún sonriente. No dejaba de preguntarse para qué se le había hecho venir a esta reunión. En su legión era sólo un oficial menor, sin poder ninguno. Prefería una visita personal e íntima al recién llegado, no una reunión con los altos jerarcas de la ciudad y de la legión. Marcelo conocía su desagrado, pero aún así le obligaba a asistir. Insistía en que si quería progresar en su cursus debía aprender a relacionarse a nivel político. Por supuesto, Marcelo se esforzaba constantemente en ignorar que a Marco la política le traía sin cuidado y que sus expectativas se reducían al ejército. Era un soldado y eso es lo único que deseaba seguir siendo. Nada más.
      Marcelo hizo un gesto a los esclavos que se escabulleron tan silenciosamente como habían permanecido en la sala. Se sentó en su lectus lo que supuso una indicación a sus invitados de que se iban a tratar temas importantes. Marco Galerio se incorporó y se levantó con su copa de vino en una mano, situándose a un lado de los gruesos cortinajes que cubrían una de las amplias portadas de la sala, agradecido por poder alejarse del sudoroso cuerpo de Livio Avito.
      —Como sabéis, nuestro querido gobernador, el noble Cneo Domicio Calvino, acaba de llegar a la Ulterior –un arroyo de murmullos subrayaron las palabras de Marcelo—. Ha decidido quedarse en la colonia Patricia Corduba a pasar el invierno.
      Se puso en pie con la copa en la mano.
      —Todos los aquí presentes sabéis que yo anhelaba el puesto de gobernador… –pausa y pétreo silencio— y que me llevé una gran decepción cuando ese puesto lo recibió nuestro querido Domicio Calvino.
      El tono de voz de Marcelo era grave, emotivo, contenido. El silencio ante unas palabras tan inesperadas era atronador. A todos se les pasó la borrachera de golpe, incluso Livio Avito mostraba un gesto de inteligencia que un momento antes jamás se le podría haber presupuesto. Marco Galerio, desde su lejanía, observaba la escena con asombro, olvidando por un instante dónde se encontraba y el desagrado que le invadía hasta ese momento por estar donde no deseaba.
      —Como soy muy consciente de que se ha dudado de mi fidelidad hacia la persona del noble Octaviano y de su legado en Hispania, nuestro flamante gobernador Cneo Domicio Calvino, quiero dejar patente ante los aquí presentes mi más absoluta fidelidad a Roma y a los que el pueblo, por mediación de su Senado, designa para dirigir nuestros destinos.
      Marcelo se llevó una mano al pecho e hizo un sublime y elegante gesto de humildad con la cabeza, que los presentes recibieron con breves salvas y golpes con sus manos. El cuestor levantó la cabeza con un forzado gesto de arrobo, pero a Marco no se le escapó el brillo de satisfacción que brotó de sus azulados y fríos ojos. Había conseguido su primer objetivo, sin duda. Debía seguir su guión para dar por satisfecha la velada.
      —Supongo que a los oídos de todos los aquí presentes ha llegado el rumor, más que fundado, de que traidoras manos están planteándose acabar con la vida de Domicio Calvino –murmullos y asentimientos por parte de todas las cabezas—. Aquí, en mi casa y bajo mi techo os hago saber que he puesto todos los medios a mi alcance para descubrir a los que puedan estar implicados y os pido formalmente vuestra colaboración. Es por esta razón que he asentado mi casa en Hispalis y no en Corduba con el gobernador, para abarcar más terreno.
      Todas las cabezas asintieron y murmuraron frases de apoyo, pero Marco observó ciertas miradas de reojo que se lanzaron varios de los presentes entre sí, sobre todo las de Atilio Varo con el legado, Fabio Buteo y con el duunviro Horatio Victor. La modesta sonrisa de agradecimiento que se dibujó en el rostro de Marcelo no pudo cubrir, según le pareció a Galerio, un cierto brillo de triunfo. Había cortado todos los rumores que sobre su persona circulaban afrontándolos como si fueran una mala afrenta a su buen nombre y reputación, haciendo partícipes a los que sabía que de él dudaban de su determinación de localizar y destruir a los traidores, entre otras cosas, porque él mismo era el principal sospechoso.
      A Galerio no le cupo ninguna duda aquella noche, según se dirigía a su casa acompañado por Urso, que Marcelo había dirigido los hilos esa velada en su propio provecho, pero por supuesto no había comprendido en qué le beneficiaba nada de lo acontecido. Menos aún entendía su propia presencia en la cena. Apenas había abierto la boca y Marcelo le reprendió por ello una vez que todos los invitados se hubieron ido. Marco y él permanecieron en la sala donde se había celebrado la cena, recostados en sus lectus, uno frente al otro, degustando uno de los mejores vinos de la bodega del decurión dueño de la casa.
      —Eres demasiado mojigato para ser un veterano soldado, un oficial de una de las legiones reclutadas por el inigualable César.
      —Marcelo, yo no comparto esa forma de pasatiempo.
      —¿A cual te refieres, a las cenas en buena compañía o a la política?
      —Si tú ves la política como un pasatiempo…
      —¡Por supuesto que la política es un pasatiempo! ¡Y una forma de vida y una forma de poder!
      —A mí no me interesa el poder.
      —Pues debería interesarte, Marco. Tienes cuarenta años y no has logrado nada… ¡como tu padre!
      Marco se levantó del lectus y depositó con un brusco golpe su copa en la mesa. Marcelo se levantó rápidamente y le sujetó por el brazo con la fuerza de una garra de oso.
      —¡Eres mi hijo, Marco, no de mi sangre, cierto, pero porque te elegí eso hace que te tenga más aprecio aún!
      Galerio cedió y la garra se transformó en una paternal y afectuosa mano.
      —Deseo que llegues lo más lejos posible, hijo. No quiero que termines como tu padre, anclado en una jerarquía militar inútil, que no valora los éxitos ni la obediencia y que obliga a bajar la cabeza ante ineptos que no saben nada de la guerra y que se mean encima en cuanto hay sangre, sólo por eso que llaman honor y fidelidad.
      —A mi padre le arrebataron la vida en una emboscada, si hubiera tenido la oportunidad…
      —Tu padre jamás habría pasado de lo que era. No supo relacionarse, como te pasará a ti si no cambias, Marco –Marcelo suspiró y apoyó una cálida mano en su hombro—. Llevas en el ejército cerca de veinte largos y sangrientos años. Has estado a punto de perder la vida innumerables veces, has participado en guerras y batallas decisivas y, en lugar de considerar que has cumplido con tu papel y que has demostrado ya tu valía, te empeñas en seguir la vía normal y no dejas que te ayude a promocionar. Tantos años de dedicación y no eres más que tribuno de caballería –Marco se soltó de su mano; Marcelo suspiró irritado—. Se acerca otra guerra aquí, en Hispania, quizá en la siguiente batalla no tengas tanta suerte y un indígena te rebane el cuello… ¡Deja que te ayude, Marco!
      Marco le puso ambas manos en los hombros y lo zarandeó suave, cariñosamente.
      —Marcelo, acepté ser tu hijo porque te tengo un amor sincero, aprecio el apoyo que proporcionaste a mi padre en vida y a mi familia cuando le mataron, pero no porque desee seguir tus pasos. En mis venas no corren tus ambiciones, ni tu ilusión. Soy soldado y, mientras pueda sostener mi espada, seguiré en la legión. Cuando ya no valga para eso, me retiraré, si no me vuela antes la cabeza una jabalina.
      Ambos sonrieron, rendidos. Marco Galerio apuró su vino, se ajustó la toga y se despidió de Marcelo con gesto cansado. Quizá estaba más borracho de lo que en realidad se creía. Sin embargo, su padre, aparecía sereno y dueño de sí.
      Mientras Marcelo lo veía partir acompañado de su inseparable Urso, que había aguardado pacientemente durante horas en la cocina mientras duraba la cena, no pudo evitar un suspiro de exasperación. «¡Cuánto daño puede hacer una mujer, cuánto!», pensó con fastidio. Marco no se dejaba hacer, no respondía a sus expectativas. Hacía ya varios días que había puesto en marcha una solución para intentar paliar tanta desidia. Las alianzas debían seguir su curso para poder conseguir sus objetivos. Su hijo no podría negarse a obedecer a lo que le tenía preparado, menos aún si con ello obtenía a cambio una buena entrepierna en la que descargar tanta ansia contenida. Los muertos no debían seguir controlando la vida de los vivos por toda la eternidad.
      Chascó los dedos y un esclavo apareció de entre las sombras, silencioso y solícito.
      —Haz venir a la joven esclava que nos ha servido en la cena y llévala a mi lecho, ¡rápido!
      Mientras el esclavo salía a toda velocidad a cumplir la orden, Marcelo se dirigió con una sonrisa y una copa de vino hacia su cubículo. Una noche como aquella debía tener un adecuado punto final y qué mejor que una inexperta esclava de blancas y tiernas carnes, que obedezca sin chistar. Esa noche Marcelo se sentía caprichoso.
      Se perdió con lento caminar entre los oscuros pasillos con un brillo lascivo en sus ojos verde azulados.

La noche estaba ya muy avanzada cuando Urso y Marco Galerio regresaron a la casa. La esclava escuchó sus voces. Se encontraba sentada en uno de los lechos del triclinio, a oscuras. La luna entraba a raudales por el atrio e iluminaba la estancia tenuemente, dado que una de sus puertas daba a esta zona. Un haz daba de pleno sobre la hornacina en la que se encontraba el busto de una bella mujer.
      Había aprovechado que Hipia se había ido a dormir para pasearse otra vez por la casa. Desde que la había ayudado en el patio aquella mañana, hacía de eso ya tres días, Hipia la trataba mejor, sin recelo y con un evidente respeto. La herida evolucionaba muy bien, los puntos estaba limpios, no había indicios de complicaciones y la joven recuperaba poco a poco el ritmo de sus obligaciones cotidianas sin problemas. El cambio en su actitud hacia ella dejaba de manifiesto su agradecimiento; a cambio, la ayudaba a aprender latín, que ya hablaba, con apenas tres días de intenso adiestramiento, con bastante soltura. Esto les convenció de que efectivamente, en algún momento del ignoto pasado de la esclava, ésta había hablado esta lengua con cierta habilidad. Por supuesto, al recuperar la capacidad para comunicarse, empezaron las preguntas sobre su origen e identidad, pero nada pudo aclarar. Tanto Urso como Hipia estaban ávidos de saber quién era, de dónde venía, dónde había adquirido conocimientos tales para curar que le habían permitido actuar con tanta diligencia en el accidente que había sufrido Hipia, pero no recordaba nada, ni siquiera su nombre. Imágenes borrosas se agolpaban en su mente; cuanto más intentaba ver más se alejaban y se oscurecían, por ello comprendió que debía dar tiempo a su cabeza a que sanara por completo. Si los dioses así lo disponían, quizá algún día tendría todas las respuestas. 
      Urso e Hipia le explicaron cómo la habían encontrado en el puerto de Gades, cómo la había comprado el amo Marco. Le hicieron saber que tenía mucha suerte de haber topado en su camino con él y no con otro; el amo era conocido, y también criticado, por estar en contra de la explotación de los esclavos o de castigarlos sin motivo alguno o de abusar de ellos; esta forma de pensar era muy poco corriente entre ciudadanos romanos. Urso se había criado con él y presumía de conocerlo muy bien. Había llegado a Gades, al igual que ella, procedente de tierras egipcias tras ser robado a su familia. Marco Galerio Celer, padre, lo vio encadenado y débil y decidió comprarlo, llevándoselo a Roma cuando regresó meses después. En su casa se crió con su propio hijo de corta edad, Marco, y desde entonces no se había separado jamás de él. La esclava se sintió algo mejor con todas estas explicaciones y un cierto alivio le aligeró el corazón. No le entraba en la cabeza el tener que asumir su nueva situación como esclava, tenía la absoluta certeza de que antes era una mujer libre, aunque como no tenía ningún recuerdo de en qué circunstancias había llegado a este nuevo estado, consideró muy esperanzador cuando Urso le aseguró:
      —Si llega el día que recuperas la memoria y puedes demostrar que eras una mujer libre y que el mercader o cualquier otro te robó, el amo Marco Galerio te devolverá la libertad, porque así lo marca la ley. Mientras tanto puedes estar tranquila porque Marco es un buen amo.
      Mientras escuchaba estas palabras sus dedos acariciaban la cicatriz de la quemadura de su brazo, que aparecía con una piel nueva, brillante, rosada y definitiva. «Sí –se dijo—, ante tanta desgracia en mi vida parece ser que he tenido suerte con el amo»
      Esa noche, una vez que Hipia se hubo dormido, la esclava salió del cuarto de la leña, que se había convertido en su cubículo definitivo y empezó a vagar por la casa. No podía dormir. Sentía el cuerpo como un saco lleno de hormigas y, aunque estaba agotada por el intenso trabajo que ya realizaba a diario, no podía conciliar el sueño. Así que se levantó, se cubrió con un chal de lana y salió a curiosear por la casa. El amo no estaba y Urso tampoco. Si no hacía ruido lo más seguro es que Hipia no se despertara y no diera cuenta de su atrevimiento. Ya en su paseo de días atrás, había constatado que se trataba de una construcción enorme, con un patio bastante grande con una fuente en su centro. El peristilo delimitaba un pasillo cuadrangular de varios pies de ancho que, según le había explicado Hipia el día anterior, la antigua señora, Marcia, segunda esposa del padre de Marco Galerio, aprovechaba en las noches de estío para celebrar divertidas cenas con amigos y familiares. En esa fría noche de noviembre aparecía oscura e inerte, nada recordaba la alegría y calor de cenas pasadas. Curioseó por algunos dormitorios, por las diversas estancias, muchas sin mueble alguno. Al entrar en el triclinio se quedó sorprendida por la belleza de la escultura que presidía la sala. Una pequeña inscripción tallada en el mármol, cerca de la base, rezaba: «A mi muy amada Marcia». La esclava acarició con la yema de los dedos su frío rostro, sus cabellos, el óvalo de su cara y se imaginó que debió ser una noble dama a la que todos respetaban y querían. Supo que no estaba errada al recordar cómo le hablaba Hipia de ella, con veneración, con afecto. Se apartó unos pasos y se sentó a observarla.
      Entonces, escuchó las voces.
      Se puso en pie, asustada. Si volvían a sorprenderla recorriendo la casa sin permiso esta vez seguro que sí la castigaban. Ya, la vez anterior, Urso le había avisado que no debía hacer ciertas cosas. Se acercó a la puerta y se pegó a los cortinajes. Con un poco de suerte el amo se dirigiría directamente a su cubículo y se acostaría. Sólo debía esperar. Entonces el corazón le dio un salto en el pecho. ¡Y si Urso se asomaba a la leñera buscándola para atender alguna necesidad de Hipia! Los nervios le oprimieron el pecho impidiéndole respirar. Escuchaba los latidos locos de su corazón en los oídos. Las voces se acercaron. Contuvo la respiración.
      Urso y Marco Galerio se perdieron en la habitación de este último. Esta era su oportunidad. Se quitó las sandalias y salió al oscuro pasillo. Esperaba poder recordar el camino de vuelta a la cocina y no perderse. Había dado tres pasos cuando escuchó a Urso abandonar el dormitorio del amo y despedirse de él, deseándole que pasara una buena noche. Desanduvo rápidamente el camino iniciado, entrando nuevamente en el triclinio. Volvió a colocarse cerca de los cortinajes. Respiraba entrecortadamente y estaba convencida de que los latidos de su corazón se oirían varias millas a la redonda. Intentó escuchar y asomó un poco la cabeza por el pasillo. Nada. Tomó aire. Iba a salir nuevamente camino de la cocina, cuando escuchó un murmullo de pasos, a los que precedía un tenue resplandor. Marco salía de su dormitorio. Se escondió una vez más y contuvo nuevamente el aliento. Las cortinas de la sala se movieron y el amo entró en el triclinio. A la esclava le temblaba todo el cuerpo y se quedó paralizada. Pensó que si no hacía ruido podría salir al pasillo sin que le viera aprovechando que estaba de espaldas a ella, pero no se podía mover. Estaba aterrorizada.
      Marco caminaba con paso torpe. Llevaba una amplia camisa, que no le cubría más allá de las rodillas, abierta por delante hasta la cintura. Portaba una lucerna en la mano izquierda que oscilaba peligrosamente por sus movimientos erráticos, amenazando con derramar el aceite. La luz se movía casi con vida propia, dando a la sala un efecto espectral y a su rostro un aspecto duro, brutal. La esclava arrugó la nariz. Marco apestaba a vino. «¡Está borracho!», se sorprendió. Con paso lento y vacilante Galerio avanzó hacia la hornacina. No calculó bien la distancia y se tropezó con uno de los lecti. Por los pelos consiguió que el aceite no se derramara y saliera todo ardiendo. Se enderezó y se situó, por fin, frente a la escultura de la mujer. Posó su mano en una de sus frías y lisas mejillas, recorrió con la yema de sus dedos sus labios, el hoyuelo de su barbilla. La esclava escuchó cómo murmuraba algo ininteligible y sorbía por la nariz. Dejó la lucerna en un gancho que había en la pared, lo que consiguió tras cuatro intentos. Apoyó ambas manos en las mejillas de la imagen y besó los marmóreos labios, tras lo que rompió a sollozar sin control.
       La esclava no podía salir de su asombro. Estaba presenciando un momento tan íntimo, tan doloroso. Se sentía incómoda, violenta. Un hombre de apariencia grande, fuerte, derrotado de esa manera y llorando como un niño. El vino le había hecho bajar la guardia y se encontraba abatido por un intenso dolor. Marco se dejó caer de rodillas, de espaldas a ella, con el rostro entre las manos. Ese era el momento más adecuado para salir de la sala sin que se apercibiera de su presencia. Dio un paso hacia el pasillo, pero volvió la vista a Marco y se detuvo. Él se había puesto a cuatro patas para intentar ponerse en pie, pero se tambaleó y cayó de lado. La esclava sintió una pena enorme que superó todo temor que pudiera dominarla. Retrocedió, se colocó las sandalias y se acercó al hombre que, nuevamente, intentaba sin éxito ponerse en pie. Se situó frente a él y le tendió las manos. Si Marco se sorprendió de encontrarla allí a esas horas no estaba en condiciones de demostrarlo. La miró como si su presencia allí fuera lo más normal y le regaló una media sonrisa, llena de sarcasmo.
      —Vamos –susurró la mujer, mientras movía suavemente las manos, invitándole a agarrarse.
      —Vaaamos… —coreó él, burlón.
      Se cogió con fuerza a sus antebrazos y ella hizo lo mismo con los de él. Tiró hacia atrás, pero pesaba mucho y apenas levantó un palmo del suelo. Por fin, un último esfuerzo consiguió elevar su enorme físico a la vertical. Marco suspiró y ella no pudo evitar echar la cabeza atrás asqueada por su aliento. Su aspecto era grotesco, sudoroso, con los ojos hinchados, enrojecidos y semicerrados, los labios entreabiertos. Pasó el brazo de él por sus hombros y pasó el suyo por su cintura, agarrándole con fuerza. Marco le sacaba más de una cabeza en altura por lo que al apoyarse sobre ella iba encorvado. Caminaron despacio, salieron al pasillo y, por fin, llegaron a su cubículo. Le ayudó a tumbarse en el lecho y a retirarse los calcei que aún llevaba puestos. La camisa estaba mojada y se pegaba a su pecho. Decidió quitársela; hacía frío y podría enfermar. Él se dejó hacer con los ojos cerrados; seguidamente le tapó con la sábana, dado que no llevaba más ropa. Cuando terminó, mojó un lienzo en el agua que encontró en una vasija que había sobre el mueble que había pegado a una de las paredes, en el que aún descansaba el bruñido espejo que le devolvió su desconocido rostro días atrás. Con el paño mojado le limpió el sudor de la cara, se lo pasó por el cabello y por el pecho. Mientras le limpiaba no pudo evitar pasear la mirada por varias cicatrices que  le surcaban la piel en el tórax y en el abdomen; tres de ellas debieron ser, en su día, enormes heridas, brutales, violentas, que probablemente pusieron en riesgo su vida. Lo acomodó en la cama. Él permanecía aún con los ojos cerrados y su respiración era superficial y regular. La mujer supuso que se había dormido. Lo arropó bien con la sábana y con un grueso cobertor que había a los pies del lecho y le ajustó algo parecido a un almohadón bajo la cabeza, tras lo que se giró dispuesta a irse.
      —Gracias –susurró Marco.
      La mujer se volvió una vez más. Marco la miraba a través de las dos rendijas inflamadas de sus párpados. Ella no supo qué era lo más adecuado decir, no encontró las palabras en latín, así que se limitó a asentir y murmuró en su propia lengua:
      —No hay de qué.
      Marco ya no la escuchaba, se había dormido al instante. La esclava, ya sí, se volvió y salió al pasillo camino de su leñera.

La esclava se durmió casi en el mismo momento en que su cabeza reposó, por fin, en el lecho.
       Un torrente de imágenes se agolpó en su mente. Tuvo la sensación de caminar por el borde de un acantilado, una superficie de piedras sueltas y arenisca; muy, muy lejos, abajo, el mar rompía con fuerza contra las rocas. Una de las piedras cedió bajo su pie desnudo y cayó al abismo. Agitó brazos y piernas en el aire, pero siguió acercándose a las rocas y al mar a toda velocidad, sin remedio. Antes de chocar contra ellas, abrió los ojos y se encontró tumbada en una especie de camastro alto, un lecho duro, forrado con un material similar a la piel. Una luz cegadora en el techo le impedía abrir los ojos que se le llenaron dolorosamente de lágrimas. Entreabrió por fin los párpados y encontró varias cabezas que se arremolinaban a su alrededor. No podía ver sus rostros ni sus cabellos, dado que se cubrían con una especie de gorros y sendos pañuelos tapaban sus facciones. A través de la tela pudo ver cómo movían sus labios, sin embargo, no escuchaba lo que decían. Algo en su interior le gritaba que estaban recitando su nombre como en una secreta oración. Intentó prestar atención pero no oía nada, sólo veía la tela moverse sobre sus labios.
      Cerró los ojos, chilló con todas sus fuerzas, mas de su garganta no brotó ningún sonido. Intentó incorporarse sin conseguirlo ya que unas correas de cuero sujetaban sus brazos y piernas al estrecho lecho forrado de piel. Los labios de esas personas seguían recitando su monótono salmo, pero ella ya no intentaba entenderlos, solo quería salir de allí. Un pincho muy fino se acercó a su rostro y más tarde se clavó en su brazo, a la altura del codo. Una corriente de intenso calor la recorrió entera y, entonces, un negro túnel se acercó para engullirla.
      Pero antes de abandonar la conciencia vio cómo uno de esos rostros se retiraba el paño de la boca y entonces, sí, pudo leer en sus labios el nombre que recitaba como una oración prohibida…


[1] Miembro de la curia o senado municipal.

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