Capítulo VII
—Baja al arroyo y la lavas.
—¿Cómo?
—Mujer, ¿no sabes lavar ropa?
La esclava no supo qué decir. Sabía lavar
ropa, pero no sabía lavar ropa en un arroyo y suponía que debía ponerle algo
para quitarle la suciedad. Hipia suspiró y contuvo como pudo el torrente de comentarios
airados que se agolpaban tras sus labios. Se acercó a la cocina y llenó un
cuenco de madera viejo con cenizas.
—Moja cada prenda en el agua del arroyo,
le echas un poco de ceniza en donde haya manchas y frotas. Debes tener cuidado
de no remover demasiado el fondo del arroyo, porque si no, se levantará tierra
que se quedará prendida en la ropa. Escurres bien todo y lo extiendes sobre los
arbustos. El sol hará el resto.
La mujer tomó el cesto y el cuenco con
cenizas y procurando que no se le cayera nada al suelo salió al patio. En
cuanto salió al aire libre se le cortó la respiración, el frío era muy intenso.
Dejó todo en el suelo y entró de nuevo para buscar su chal. Cuando llegó a la
puerta de la leñera se detuvo en seco. Sintió un intenso rubor en su rostro. Se
lo había dejado en el triclinio la noche pasada. Hipia se acercó por detrás:
—No se te olvide abrigarte, esta mañana
hace mucho frío.
La esclava se volvió y vio su chal
doblado sobre un taburete de madera en la cocina; no tenía ni idea de cómo
había llegado hasta allí. Abrió la boca dispuesta a preguntarle a Hipia, pero
inmedia- tamente la cerró, cambiando de idea. «Mejor no decir nada y dejar todo
como está», pensó. Lo cogió, se lo echó sobre los hombros y salió corriendo.
Pasó dos largas horas luchando con el
agua, la arena del lecho del arroyo y las cenizas. El resultado fue lastimoso.
Las manchas se difuminaron un tanto aunque no desaparecieron. Con el agua fría
las manos se le congelaron, se le enrojecieron y se le llenaron de heridas y
raspaduras de tanto frotar, por lo que llegó un momento en que la ropa tenía
más manchas de sangre que de suciedad. Los ojos se le llenaron de lágrimas por
el dolor, la desesperación, la impotencia. Escurrió como pudo la ropa y la puso
a secar en los arbustos tal como Hipia le había indicado. Se lavó las manos en
el arroyo y se las tapó con el chal de lana. Le dolían espantosamente. Se
encaminó a la casa. Cuando llegó no vio a nadie. Quizá Hipia había salido a
algún recado. Desde el accidente había notado que confiaban más en ella y que,
cada vez con más frecuencia la dejaban sola. Se cubrió las heridas con aceite y
se sentó en un banco.
Una idea se abrió camino en su mente.
Sonrió.
Hipia había reservado las cenizas del
hogar en una cesta de esparto mientras en la cocina se quemaba leña nueva.
Cogió la cesta y salió al patio. Encontró junto al horno un recipiente de barro
parecido a una artesa. Parecía abandonado por viejo. Lo tomó. Buscó paja y
llenó el fondo del recipiente. Se fue corriendo a la cocina; llenó una olla de
agua y la puso al fuego. Cuando estuvo más que templada, humeante pero sin
llegar a hervir, la retiró del fuego y salió con ella al patio. Se arrodilló
junto a la artesa y le echó la mitad del agua; removió con un palo y empezó a
echar las cenizas, removió más y echó el resto del agua, mezcló otra vez y echó
el resto de cenizas. Se formó una pasta oscura y el agua adquirió una
consistencia espesa. Lo cubrió con un lienzo y lo puso bajo un repecho, cerca
del horno. Si la idea que de repente se había abierto camino en su cabeza no le
engañaba, al día siguiente, cuando revisara la mezcla y la colara desechando la
parte sólida, tendría una especie de lejía que podría utilizar no sólo para
aclarar la ropa y quitarle las manchas más difíciles, sino que sería la base
necesaria para poder fabricar jabón, una vez que lo mezclara con aceite o
grasa.
Cuando terminó con su experimento aún
Hipia no había regresado, así que corrió nuevamente al arroyo. Revisó la ropa
que aún no se había secado, dado el frío que hacía y que el sol iluminaba hasta
cegar pero no calentaba. Miró a su alrededor. Encontró varias piedras, ocho o
nueve, de tamaño considerable y un poco aplas- tadas; corrió arroyo abajo hasta
la zona en que comían las cabras y ovejas dentro del cercado. Cogió una brazada
de paja y volvió a donde tenía las piedras. Eligió una zona del arroyo en la
que la inclinación del terreno fuera menor y colocó las piedras en línea, en
sentido transversal al torrente del agua, sin llegar a la otra orilla, de tal
forma que el agua se viera parcialmente retenida, pero no estancada. Puso
puñados de paja entre las piedras y en la parte interior del pequeño dique,
apretándola con barro y encima otra pequeña fila de piedras, más paja y más
barro. Buscó en el lecho del río y escogió todos los cantos rodados que
encontró, hasta que formaron una pequeña montaña. Se acercó a su pequeño
lavadero y cubrió el fondo arenoso con los cantos, de tal forma que cuando
acabó había empedrado el mismo y apenas sobresalía tierra. Cuando acabó tenía
un pequeño remanso de agua que le permitiría meter las prendas de ropa sin que
se llenaran de arena. Observó con satisfacción su obra, consciente de que en
primavera cuando llegara el deshielo, la fuerza del agua se lo derribaría, pero
hasta ese momento tendría un pequeño lavadero que facilitaría la que sabía que
desde ese mismo día era su nueva labor en las tareas domésticas de la casa.
Cuando regresó a la casa, Hipia estaba
preparando la mesa con un montón de viandas para empezar a guisar y la esperaba
con una sonrisa, para que le ayudara.
Cayo
Galerio y su esposa Domitila eran muy conocidos en la ciudad de Itálica. Cayo
Galerio era hermano de Marco Galerio, padre. Como él, había comenzado su
carrera en el ejército, pero sufrió graves lesiones tras una de las campañas de
César en la Galia y hubo de retirarse después de casi diecinueve años de
servicio. Tras licenciarse, la idea de volver a Roma no le atraía dado que su
familia había visto reducidas considerablemente sus posesiones, por lo que
decidió quedarse en la provincia que más prometía en aquellos días: la
Ulterior. Vivió en varias ciudades, sobre todo en Corduba, en Gades y en
Itálica. En esta última fue donde conoció a Domitila.
Hija de un destacado senador de Roma,
Domitila se había casado muy joven con uno de los legados de Pompeyo; vivía en
Itálica cuando los ciudadanos se levantaron contra Casio Longino y ella ayudó
económicamente aparte de los hombres que se rebelaron contra el nefasto legado
de Julio César. Cuando las últimas campañas de la guerra civil tomaron forma en
Hispania, ella se decantó definitivamente por el bando cesariano, el bando que
su instinto le aseguraba iba a resultar ganador y al que apoyó con su fortuna
sin dudarlo un instante. Se quedó viuda tras el asedio de Ulia[1].
No habían tenido hijos y estaba sola. Se disponía a volver a Roma cuando
conoció a Cayo Galerio. En un mes estaban casados; ella aportó una importante
fortuna y las tierras con las que su difunto esposo se había hecho a lo largo
de su servicio en Hispania, así que él se pudo dedicar a lo que siempre le
había gustado: escribir. Sus poemas eran bastante conocidos y sus obras
dramáticas se representaban en los teatros de las ciudades más importantes. Se
les consideraba, en Itálica y en todas las ciudades cercanas, una pareja de
excéntricos, dado que no acudían a cenas sociales ni a fiestas, ni vivían con
ostentación aunque el dinero lo tenían a espuertas. Todos rumoreaban que él
estaba loco y que ella lo drogaba para evitar que se le escapara por las
noches. Sin embargo, lo único verdad era que se querían, les gustaba mucho
estar juntos y no les atraía la estricta vida social de los ciudadanos romanos.
—Espero que en esta velada no hablemos de
política –dijo el anciano Galerio.
Cayo Galerio sostenía su copa de vino
mientras observaba con mirada golosa las viandas que Hipia había ido colocando
en las mesas, eligiendo con la mirada y haciendo un esfuerzo en decidir por
cual comenzaría. Como la tarde era magnífica y el sol aún lucía con cierta
fuerza, Marco había decidido que comenzaran la cena en el peristilo hasta que
el frío invadiera la noche; entonces se trasladarían al triclinio. Tumbados
alrededor de las mesas se encontraban Crito, el médico, Cayo Ulpio y Marco
Galerio, aparte de Domitila y Cayo Galerio. El anciano matrimonio se había
hecho acompañar de dos de sus esclavos, tan viejos como ellos, que les atendían
en silencio. Urso e Hipia atendían a los otros dos invitados y a su amo. Los
cuatro se movían como cuatro sombras, diligentes, anticipándose a cualquier
deseo de los comensales. Llenaban copas, servían platos, traían viandas de la
cocina.
—No te preocupes, Cayo –dijo Ulpio—,
estamos menos interesados que tú en ese tema. Nuestra vida incluso depende de
ello y esta velada preferimos disfrutar de vuestra compañía y no recordar que
nuestro futuro es incierto. A parte, le debemos un respeto a nuestra única
dama.
Domitila inclinó su cabeza con extrema
gracia en dirección a Ulpio, como muestra de reconocimiento por sus palabras.
Crito se encontraba sentado en su lectus
y sostenía un plato lleno de pescado marinado con garum. Masticaba a dos
carrillos y cada poco daba pequeños sorbos a su vino. Con la boca llena sonrió
y dijo:
—¿Sabéis que Marco ha comprado una
esclava nueva?
Todas las miradas se dirigieron a Marco
Galerio que observaba con detenimiento su vino y que apenas probaba la comida.
—La compró moribunda en Gades –continuó
Crito tras tragar un bocado— y los dioses han hecho un milagro con ella dado
que se ha recuperado tras muchos días enferma. Pero no recuerda quién es ni de
dónde; por no recordar, no recuerda ni su nombre. Habla una extraña lengua,
aunque conoce bastante bien nuestro idioma. Es una misteriosa criatura sin
duda, más aún porque parece que domina el saber de los sanadores.
Domitila y Cayo Galerio se sentaron en
sus triclinios sonriendo hacia Marco. Ulpio permanecía tumbado boca arriba
sosteniendo su copa en el pecho y un brazo tras la cabeza, postura que decía
mucho de lo informal de la reunión.
—¿Cómo es eso? –dijo Domitila.
Crito dejó su plato en la mesa y tomó la
copa de vino, le dio un pequeño sorbo y continuó.
—Hace unos días, Hipia, tuvo un accidente
en el pequeño huerto del patio. Se clavó una hoz en un muslo –murmullos
contenidos de consternación volaron a su alrededor procedentes del matrimonio—.
Fue una herida grave, letal si no la hubiera ayudado de forma muy diligente
nuestra misteriosa esclava. No sólo evitó que muriera desangrada, sino que le
cosió la herida y ha sabido evitar que nocivos humores la posean. Hipia se
recupera perfectamente y sin complicaciones –Cayo y Domitila dirigieron sus
miradas hacia la interpelada que simuló no estar atenta a las palabras del
médico mientras servía vino a Marco—. La nueva esclava es una mujer muy
interesante. Me ha contado Urso que con cenizas y agua ha fabricado un líquido
que limpia la suciedad de la ropa y que también ha utilizado esta mañana para
fabricar jabón.
Cayo Galerio se sirvió más vino con gesto
grave.
—No será una de esas mujeres que convocan
a los poderes del Hades.
Marco Galerio sonrió con ironía.
—No lo creo, estuvo a punto de morir
atada a una jaula. Si tuviera ese poder habría sido liberada por misteriosos
elementos y no por mi escaso dinero.
Domitila se apoyó en un brazo sobre su
triclinio en dirección a su anfitrión.
—¿Por qué la compraste, Marco?
—Porque me lo pidió Urso.
—¿Sólo por eso te gastas el dinero en
algo que puede ser un cadáver mañana?
—El desembolso fue pequeño.
—No sólo es lo que pagues en un inicio,
sino lo que te puede costar después. Porque los esclavos comen, visten y calzan
y eso cuesta más dinero aún. Y si ha estado postrada hasta que se ha
recuperado, no te ha sido de ninguna utilidad en la casa, más aún, ha sido una
enorme carga para los otros esclavos.
—Ahora sí es muy útil. Ayuda a Hipia y
Urso y es muy ingeniosa, como te ha contado Crito.
—¿Por qué no la vendes? –Preguntó Ulpio
con la boca llena; se había sentado y comía uvas con queso— ¿Por qué no me la
vendes a mí?
Marco sonrió.
—¿Qué interés puedes tener tú en esa
mujer?
—Bueno, es una mujer y tendrá lo que
todas la mujeres –sonrió—. Seguro que le encuentro importantes quehaceres en mi
humilde morada.
Todos rieron, excepto Marco que sonreía
con sarcasmo.
De repente, Cayo Galerio se llevó la mano
a la garganta.
La
esclava permanecía en la cocina trabajando sin cesar; colocando comida en las
bandejas, lavando frutas, llenando jarras con aromático vino. Hipia le había
dicho que aún su aspecto no era demasiado saludable para presentarse ante el
amo y ante invitados importantes, aparte de que no sabía moverse entre los comensales
sin molestar. Sí, sin lugar a dudas el mejor lugar para ella, por ahora, estaba
en la cocina. La esclava era consciente de que debía obedecer pero lo hacía a
regañadientes. Sentía curiosidad por ver qué aspecto tenían los invitados del
amo de los que sólo conocía al médico, Crito. Le caía muy bien ese hombre de
exquisitos ademanes y cuidadas manos. Sus bonitos ojos color miel la observaban
con aprecio, sobre todo cuando esa misma mañana vio la cura que había llevado a
cabo con la enorme herida de Hipia. Le hizo innumerables preguntas sobre cómo
había actuado, qué había hecho, en qué orden, por qué había hervido los
utensilios y la aguja de coser, por qué había dejado una tira de lino
sobresaliendo de una de las comisuras de la herida, tira que cada día extraía
un poquito y que al cuarto retiró del todo. Por qué había cosido la piel de esa
forma, con puntos independientes y no mediante un hilo corrido. Las preguntas
las hacía con suavidad y la esclava apreció que, según iba satisfaciendo su
curiosidad con sus respuestas, la miraba con algo parecido al respeto.
—Sabes muchas cosas. Un día que yo tenga
más tiempo debemos hablar con detenimiento –le dijo.
La esclava se ruborizó de satisfacción
sonriendo de oreja a oreja, mostrando unos dientes perfectos, blancos. Un
hoyuelo apareció en su mejilla haciéndole parecer más joven. Crito le devolvió
la sonrisa y se perdió dentro de la casa. Ella regresó a sus quehaceres
domésticos.
Debía darse prisa. Hipia le había reñido
porque se había entretenido demasiado tiempo en el patio fabricando jabón y no
había metido el pan en el horno cuando ella se lo había ordenado. No quería que
volviera a suceder dado que la relación entre ambas era bastante buena. Colocó
la carne con verduras y huevos en la bandeja y la regó con la salsa especiada
que había preparado Hipia. Colocó la fruta junto al queso como le había
explicado Urso.
Entonces escuchó un estridente grito de
mujer procedente del peristilo.
Impulsada por una fuerza desconocida que
le impedía pensar con prudencia y obedecer al mandato de Urso e Hipia de no
aparecer por la zona principal de la casa mientras hubiera invitados, echó a
correr hacia el origen del grito, que se repetía según ella se acercaba. Todos
rodeaban a uno de los comensales, el hombre mayor, que se agarraba con ambas
manos la garganta, los ojos desencajados, la piel azul intenso, la lengua fuera
de su boca, en un intento desesperado pero vano por meter aire en los pulmones.
Una mujer mayor gritaba a su lado. Crito le empezó a golpear en la espalda con
fuerza y entonces algo saltó en el interior de la esclava, un resorte
desconocido se soltó en su memoria. Se lanzó hacia el grupo hasta colocarse en
el centro del corro y, sin pensárselo dos veces, se colocó tras el anciano,
pasó sus brazos alrededor de su cintura con las manos unidas en un solo puño
que colocó justo en el punto en que sus costillas confluían. Con un impulso
intenso y seco apretó las manos en ese punto una, dos, cinco veces. Todos los
presentes estaban mudos por la impresión; no sólo por la grave situación en la
que se encontraba Cayo, si no por la osadía de la esclava que de esa forma
estaba golpeándolo.
Cayo
Galerio se veía morir asfixiado por un dátil que se le había quedado trabado en
la garganta y que era incapaz de echar fuera o de tragar. Alguien le golpeó en
la espalda y notó cómo el fruto se encajaba más aún. De repente, sintió cómo
unos brazos le rodeaban por detrás, se colocaban unas manos en forma de puño en
su barriga y apretaban con firmeza mediante golpes secos y consecutivos, uno
seguido de otro, en el mismo punto. Entonces notó cómo, con cada una de esas
sacudidas, el dátil se despegaba de su garganta y cómo, por fin, se desprendía
y salía despedido fuera de su boca, tras lo que tomó una vivificante y eterna
bocanada de aire que llenó su interior de vida y de paz. Tosió y sintió
arcadas, llenándosele los ojos de lágrimas, pero el aire entraba y salía, por
fin, sin obstáculo alguno. Cayo sintió con alivio que la vida volvía a sus
cansados huesos.
Cuando la esclava apareció de repente y
agarró a Cayo Galerio por detrás, Marco no pudo reaccionar. El vino hacía ya
rato que corría por sus venas y se quedó parado por la sorpresa. Vio cómo la mujer zarandeaba al hermano de su padre
con sacudidas violentas de sus brazos que no entendía a qué venían, por qué esa
loca pegaba a un anciano al que ni siquiera conocía. Cuando por fin pudo dar
órdenes coherentes a sus brazos y piernas, se lanzó hacia ella como un león y
la agarró por detrás, abrazándola por la cintura, elevándola y tirándola al
suelo por fin. La tomó de un brazo y le gritó.
—¡Qué haces, desgraciada!
Tiró de ella violentamente poniéndola de
pie y entonces, sin soltarla, comenzó a golpearle en la cara, sendos bofetones
que resonaron en el peristilo y que retumbaron en el ya casi anochecido patio.
Ella intentó cubrirse la cara con el brazo libre, sin embargo él era más hábil
golpeando. La mujer gritaba y hablaba, pero las palabras debían ser en su
propia lengua porque no comprendía lo que decía. Los presentes lo increpaban,
gritando a su vez, aunque Marco estaba loco de furia y no se paraba a atender
sus palabras. Por fin, alguien le sostuvo los brazos por detrás mientras
Domitila le tomaba el rostro con las manos al tiempo que le hablaba nerviosa:
—¡No la golpees más, déjala!
Marco intentó bajar el brazo para asestar
un nuevo golpe pero las manos que lo agarraban se lo impidieron; entonces la
voz de Ulpio, muy cerca de su oído, le dijo con mucha suavidad:
—Déjala, amigo.
Marco aflojó la mano que sostenía el
brazo de la esclava que, a su vez, lo retiró con furia retrocediendo
bruscamente. Los ojos de ella fulminaban los suyos. Un odio inigualable
iluminaba unos ojos en los que él hasta ahora no había reparado: enormes,
verdes aceituna o quizá no, no podía asegurarlo, fieros. Ella se frotó el brazo
herido, que aparecía enrojecido donde sus dedos se habían clavado; respiraba
con dificultad más por la rabia que la dominaba que por el esfuerzo en su lucha
desigual con él. A Marco Galerio no le cabía duda alguna de que, si hubiera
podido, la mujer se habría lanzado a su cara y le habría arrancado los ojos.
Tanta violencia contenida en ese menudo cuerpo que temblaba como una hoja a
merced del viento, esa forma de mirar al amo al que debía ante todo respeto y
obediencia ciega, no le pasó desapercibida a ninguno de los presentes.
El tenso silencio oprimía el aire contra
el suelo.
La voz ronca y lastimosa de Cayo Galerio
logró suavizar la tensión que dominaba el frío ambiente.
—No castigues a esa mujer, Marco –tosió y
se llevó la mano a la garganta mientras hacía una mueca de dolor—. No sé cómo,
pero me ha salvado la vida.
Urso se acercó a la esclava, la tomó por
un brazo y tiró de ella que se resistió un instante, aunque enseguida se volvió
dispuesta a regresar a la cocina. Justo antes de perderse en el oscuro pasillo,
se volvió y lanzó una nueva mirada cargada de odio en dirección a Marco. Él
sostuvo el fuego de esos ojos sin pestañear y se juró a sí mismo que tanta
soberbia debía ser castigada. La mujer retomó el camino y se perdió en el
interior de la casa. Los demás esclavos acudieron a realizar diversas tareas,
procurando quitarse de en medio ante tanta tensión.
Crito se arrodilló al lado de Cayo que se
había recostado sobre el regazo de su esposa.
—¿Qué te ha hecho esa mujer? –preguntó.
—No lo sé. Pero cada vez que me apretaba
en la tripa sentía cómo el dátil se despegada de mi garganta y cómo, al fina,
salía despedido de mi boca.
Sus palabras eran apenas un susurro
ronco. Domitila le acercó un poco de vino y él bebió un sorbo. Ella dijo:
—Marco, hijo, no castigues a esa extraña
mujer. He visto morir a varias personas atragantadas con algún trozo de comida
y nadie supo cómo evitarlo. Incluso Crito que es un médico sabio y
experimentado no ha sabido hacer nada.
Crito se sintió molesto por el comentario
de Domitila, pero debía reconocer, aunque le pesara, que era absolutamente
verdad por lo que se abstuvo de replicar nada. Ulpio se encontraba sentado al
lado de Marco. Cayo Galerio se puso en pie. Todos lo imitaron.
—Marco, discúlpanos; yo voy a dar la
velada por concluida.
Domitila asintió en silencio.
—¿Os vais?
—No me encuentro muy bien. Me he llevado
un susto enorme, me duele la cabeza y estoy algo mareado. A mi edad estos
sustos… —hizo un gesto vago con la mano y la apoyó en el hombro de Marco—. Lo
entiendes ¿verdad?
Marco tomó entre las suyas la mano de
Cayo y la apretó con calidez.
—Por supuesto, Cayo, por supuesto. Os
alojáis en casa de Marcelo, ¿verdad?
—Se ha hecho con la casa de un decurión y
nos ha cedido por unos días la mitad de las habitaciones. Pero mañana
regresamos a nuestra domus de Itálica.
Sonrió cansado.
Justo antes de salir de la casa, una hora
más tarde, acompañados por sus dos esclavos, Domitila se acercó una vez más a
Marco, lo besó en la mejilla y le dijo:
—Hijo, recuerda que esa extraña mujer ha
salvado la vida al hermano de tu padre. Tenlo en cuenta y no lo olvides. No te
dejes arrastrar por la ira.
Marco asintió en silencio.
La
esclava se recluyó en la cocina. Hipia no tardó en aparecer. Su gesto serio le
gritaba en silencio que estaba enfadada con ella. Días atrás ella y Urso le
habían explicado con detenimiento cuales eran las cosas que tenía
terminantemente prohibidas y una de ellas era acercarse o tocar al amo o a los
invitados en su casa sin que se le indicara expresamente. A la primera ocasión
había desobedecido y estaba furiosa. Tras el incidente, Urso le había dicho que
se dirigiera a la cocina mientras él recogía en el peristilo. Los invitados se
iban y la velada se daba por finalizada.
Las dos mujeres trabajaron en silencio
durante una hora. Fregaron platos y copas, guardaron viandas y vino. La esclava
se sumió en su labor sin dar explicación alguna, ni ofrecer excusas; ante tan
obstinado silencio, Hipia estuvo a punto de increparla más de una vez, pero
siempre cerraba la boca antes de que una palabra saliera de sus labios.
Prefería no enfrentarse a ella a solas. Urso sabría mejor qué hacer.
Al poco entró Urso en la cocina.
—Mujer, acompáñame.
Las dos levantaron la cabeza al mismo
tiempo y lo miraron. La esclava no se movió ni dijo nada.
—Mujer, el amo quiere que me acompañes ante
él. Quiere hablarte.
La esclava lo miraba aún sin intención de
obedecer.
—Te aseguro que si no me acompañas por
las buenas lo haré a mi manera y te juro que estarás en el tablinum ante
el amo, tal y como él me lo ha ordenado. Por las buenas o por las malas.
Su tono de voz era tranquilo, en absoluto
amenazador. Su rostro inexpresivo.
La mujer se limpió las manos en un lienzo
seco y, sin mediar palabra, salió delante de Urso camino de las estancias
principales de la casa. El esclavo salió tras ella no sin antes lanzar una
significativa mirada a Hipia.
En el tablinum, sala que hacía las
veces de recibidor o despacho y que apenas se utilizaba, se encontraban Marco
Galerio y Ulpio. Crito había abandonado la casa tras el anciano matrimonio; ya
no existía razón alguna para permanecer más tiempo allí dado que la cena se
había suspendido, aunque era evidente que estaba muy afectado por lo sucedido y
por su incapacidad de asistir adecuadamente a Cayo Galerio. Era muy consciente,
y sufría por ello, de que si la esclava no hubiera estado en la casa ahora
estarían llorando la muerte del anciano. Crito prefería estar solo para rumiar
su humillante inacción.
Ambos amigos estaban de pie con una copa
de vino en la mano. Cuando vieron entrar a la mujer y a Urso, se sentaron en
las sillas de brazos que se encontraban frente a la mesa que presidía la
estancia, dejándoles a ellos en inferioridad, haciendo patente su papel de
amos.
El esclavo se asombró de la actitud de su
amo. Nunca le había visto mostrar ese comportamiento con un esclavo ni tanta
afectación frente a nadie, fuera cual fuera su condición social. Ulpio mostraba
un gesto grave, pero sus ojos brillaban con regocijo. Indiscutiblemente se
estaba divirtiendo con tan inesperado episodio. Urso se esforzó por no mostrar
su desagrado ante la situación que estaba presenciando.
La esclava se plantó ante ambos mostrando
un aplomo que estaba muy lejos de sentir de verdad. Estaba muerta de miedo. Aún
le escocían las mejillas por los bofetones que Marco le había propinado, sin
embargo, sentía tal indignación en su interior, que antes prefería caer muerta
que mostrar temor ante ese mequetrefe presuntuoso e injusto. Le miró fijamente
a los ojos, pecado que sabía perfectamente era imperdonable en un esclavo. Sin
poderlo evitar posó su mirada sobre el amigo del amo. Se quedó sorprendida ante
esos ojos claros, entre azules y verdes y el color castaño rojizo de su
cabello. «Seguro que cuando era pequeño tenía pecas», pensó la mujer. No se le
escapó el brillo burlón de la mirada de él, detalle que no supo cómo encajar.
Su aplomo se rindió un tanto, pero enderezó los hombros y afrontó nuevamente la
mirada oscura y grave de Marco.
Urso, incómodo, cambió varias veces el
peso de su cuerpo de un pie a otro.
—Mujer ¿qué le has hecho al hermano de mi
padre, el noble Cayo Galerio? –preguntó Marco con tono severo.
—Si no me equivoco le he salvado la vida
–respondió ella en igual tono.
El
silencio de esa sala sólo podría ser comparado con el de una cripta.
La mujer se empecinaba en sostener la
mirada de Marco, que debió reconocer en su fuero interno que la extraña esclava
tenía agallas.
La esclava vio un resquicio de duda en la
mirada de Marco Galerio y tomó el valor de hablar sin esperar a que le
preguntaran.
—Ese hombre se estaba ahogando. Si no
hubiera actuado con rapidez habría muerto. Además, el hombre joven, el médico,
le estaba dando golpes en la espalda, lo que hacía que el dátil se clavara más
aún en su garganta. Mi intención ha sido únicamente ayudar y, si no me
equivoco, lo he conseguido.
Los tres hombres se miraron entre sí. El
gesto divertido de Ulpio era ya más que evidente. Se echó hacia delante en su
silla y preguntó:
—¿Quién eres?
La mujer se encogió de hombros
confundida. Tomó aire y se envalentonó por el gesto afable de Ulpio.
— Soy una mujer libre.
Los tres hombres elevaron sus cejas en
evidente muestra de asombro por su inagotable desfachatez. Marco le habló con
condescendencia:
—Esclava, me parece que estás muy
confundida. En Gades pagué unos cuantos denarios de plata por ti. Tengo unos
documentos que así lo respaldan y, si no me equivoco, en tu brazo derecho tienes
la marca del hierro del comerciante que te compró en Olisipo.
La esclava contuvo a duras penas el
impulso de pasar los dedos por la marca que tal quemadura le había dejado
definitivamente en su piel y mantuvo la mirada en los ojos de Marco. La furia
bullía en su interior y temblaba por el esfuerzo de controlarse.
—Soy una mujer libre, sé que no me
creéis, pero lo he sido. No recuerdo cómo llegué a Gades, ni lo que me pasó
para terminar en esa jaula de la que me han hablado. Me recuerdo libre –hizo
una pausa—. Urso me ha dicho que si consigo demostrar que lo era me devolverás
la libertad –el tono de su voz ya no era altanero, suplicaba—. Ahora no
recuerdo mucho, aunque sé que lo haré y te demostraré que no puedo seguir
siendo una esclava.
Marco lanzó una rápida mirada de reproche
a Urso.
—No te digo que no. Pero mientras tanto
debes recordar lo que eres hoy. Me acoge la ley si te azoto por tu
desobediencia y tus atrevimientos. Tanta desfachatez sólo te va a proporcionar
castigos. Cumple con tu trabajo y no me ocasiones problemas. Urso te explicará
cómo debes comportarte; debes de estar en tu sitio.
La esclava luchaba con todas sus fuerzas
por no derrumbarse, por no llorar. Los ojos se le llenaron de lágrimas y
pestañeó con fuerza intentando que no rodaran por sus arrebatadas mejillas.
Ulpio borró su sonrisa irónica y la sustituyó por un gesto grave. Sentía pena
por esta mujer que no paraba de luchar en silencio; se defendía con valor y eso
no hacía más que acrecentar el respeto que empezaba a sentir por ella. Ulpio se
puso en pie y se acercó a la mujer un par de pasos. Su tono de voz fue afable,
conciliador.
—¿Recuerdas de dónde eres?
—No. Sé que no soy de aquí.
—¿El nombre de tu pueblo, de tu ciudad?
—No.
—Sin embargo conoces nuestra lengua.
—No sé cómo, pero es evidente que la
aprendí.
—¿Sabes tu edad?
—No, sin embargo, creo que ya he pasado
la treintena.
—¿Estás casada, tienes hijos o familia?
—Recuerdo algunos rostros que, siento en
mi corazón, pertenecen a personas que aprecio pero no sé quienes son ni su
relación conmigo. Tengo la sensación de haber tenido hijos.
Marco no apartaba los ojos de los de la
esclava y su anterior aplomo se transformó en ansiedad.
—¿Cómo sabes curar a las personas? –Increpó
con brusquedad Galerio—. Crito me ha dicho que lo que has hecho con Cayo no lo
sabe hacer nadie en Roma, que la forma que tuviste de curar las heridas de
Hipia era nueva para él. Él es un médico joven, aunque muy experimentado, ha
estudiado con los médicos más sabios de Roma antes de venir aquí. Y tú, una
extraña esclava, conoces cosas que nadie más conoce…
La esclava apartó los ojos de Galerio y
los posó en Ulpio. Su gesto era más amable y el tono de voz que usaba con ella,
menos brusco. Quizá tenía un aliado.
—Sé que eso es lo que soy. Sé curar
heridas, huesos rotos, sé tratar enfermedades. Lo que le he hecho al anciano
tiene un nombre en mi cabeza, un nombre extraño, y lo he realizado decenas de
veces, lo sé. Sin embargo, ese nombre me parece incongruente aquí. Tengo
palabras que me rondan constantemente pero sé, por alguna razón, que no… que
son… ¡No sé explicarlo!
Movió la cabeza de un lado a otro,
confundida.
Marco se puso repentinamente en pie y se
acercó tanto a ella que, sin hacer ningún esfuerzo podía sentir el calor que
partía de su cuerpo, su olor. Instintivamente, la esclava retrocedió un paso.
El tono de voz de Galerio era desagradable, hiriente.
—Pues mientras te aclaras, esclava, ten
presente tus obligaciones y el lugar que ocupas en esta casa. No te esfuerces
en recordar cosas pasadas y presta más atención a tu presente, que no es otro
que obedecer y trabajar. Urso e Hipia te dirán a diario cuales son tus
obligaciones y obedecerás sin replicar –acercó su cara a la de ella, en
evidente gesto amenazador—. No quiero más viajes nocturnos.
Nadie más que ellos dos sabían a qué se
refería Marco. A ella le sorprendió que hubiera hecho referencia a lo pasado
dos noches atrás y que se lo recordara con tanto veneno, cuando en aquel
momento él mostró más agradecimiento que otra cosa y que, por lo borracho que
estaba, supo sin dudar un instante que era sincero. Ulpio y Urso no prestaron
atención a esas palabras ni al cruce significativo de miradas entre la mujer y
Marco. Éste se giró y se volvió a su silla, sentándose con las piernas
estiradas y los tobillos cruzados sin mirarla más.
La mujer vio por el rabillo del ojo que
Urso le hacía un gesto con la cabeza indicándole que la conversación había
finalizado. No esperó a que nadie la echara y se encaminó hasta la puerta. El
esclavo la precedía. De repente una idea se abrió camino en su memoria, como el
sol lo hace entre las nubes un día de lluvia. Se volvió rápidamente. Ulpio y
Marco volvían a llenarse las copas de vino y conversaban en tono quedo. La
mujer llenó el pecho de aire y escupió:
—Esta tarde no he cometido ningún delito
por el que se me deba reprender; he salvado la vida de un hombre al que supongo
aprecias y nadie me ha dado las gracias o me ha dicho alguna palabra de afecto.
¡No, se me ha reprendido por ello! Os creéis tan nobles y tan altaneros… pero
no sois superiores a mí o a él –señaló con la barbilla a Urso— y jamás lo
seréis. Si algún día sois alguno de vosotros los que necesitéis de mí, ese día
obedeceré respetuosamente vuestras órdenes de hoy, aunque eso suponga dejaros
morir –hizo una rápida pausa para tomar aire, pero continuó al momento—. Por
supuesto debo acatar lo que todos me mandéis porque no me queda otra opción,
sin embargo, no pienso responder, ni atender, ni obedecer, al que no me llame
por mi nombre, que no es ni esclava,
ni mujer, ni «oye tú» —pausa para tomar nuevamente
aire—. Mi nombre es Ana y es por el único que responderé.
Acto seguido se volvió y salió deprisa
delante de Urso. Marco aparentó que las palabras de la mujer le daban igual y
no apartó los ojos de su copa, pero por dentro se sentía mal por ella; se había
equivocado y no estaba dispuesto a reconocerlo. Necesitaba imponerse a esa
mujer tan soberbia, humillarla, impedir que volviera a mirarlo con esos ojos
nunca más. Jamás había sentido algo igual.
Ulpio no apartó la vista de la puerta
aunque Urso y la esclava «se llama Ana» hacía rato que se habían ido.
Indiscutiblemente esa mujer era extraña y debió reconocer que su comportamiento
no era habitual. Se levantó y se despidió de su amigo que no se movió ni
correspondió a sus palabras, tras lo que abandonó el tablinum camino de
la calle. En su lugar Marco volvió a beber de su copa, indiferente. Cuando
Ulpio salió, apuró su vino de un rápido trago, se levantó y estrelló la copa de
vidrio contra la pared temblando de furia.
Ana llegó a la cocina, donde Hipia no
estaba y se metió en su leñera. Nadie vino en pos de ella para añadir nada más.
Supuso que Urso se habría ido a su cubículo.
Se tumbó en su jergón y se tapó la cara
con los brazos.
Habían cambiado tantas cosas en tan poco
tiempo. Tenía que recordar. Retazos sueltos iban y venían por su cabeza pero no
los podía sujetar o controlar. Por fin recordaba su nombre y lo que era. Su
nombre era Ana. Ana. Por ahora Ana y nada más. Era su nombre al igual que la
imagen que le devolvió aquella tarde un bruñido espejo de metal era su rostro.
Estaba recordándose, recuperando trozos de ella misma, reconstruyéndose.
Sí, su nombre era Ana y sabía curar a los
demás. Y eso era lo que iba a hacer siempre que tuviera ocasión.
[1] Esta ciudad se ubicaba en lo que es hoy Montemayor, en la
provincia de Córdoba.
me gusta tu pagina y casualmente las dos estamos escribiendo algo relacionado con los romanos.
ResponderEliminarDEBESA: Disculpa la tardanza en responder, pero no me había entrado el aviso de que había un comentario.
ResponderEliminarMe alegra que te guste el tema; lo cierto es que la Hispania romana es fascinante.
Un fuerte abrazo y muchas gracias.