Le encantaba ver cómo las olas iban a morir a la playa. Le encantaba que las espumantes gotas de agua salada arrastradas por el viento le salpicaran la cara y el pelo. Las gaviotas cabalgaban sobre la superficie rizada del mar a la espera de coger una presa. Estaba sentado en la orilla, los dedos de los pies enterrados en la fresca tierra húmeda. Sus mejores zapatos. Sonrió. Ella siempre le decía eso. ¡Qué pena que uno no se los pudiera llevar puestos! El cielo, plomizo, pesado, amenazante de lluvia. El aire espeso, perfumado de sal, cálido unas rachas, fresco, otras. Hacía rato que los bañistas se habían marchado. El increíble sol con el que se habían levantado esa mañana se había dejado vencer por la fuerza hercúlea de las nubes, macizas, potentes, llenas de lluvia. Pero Pascual seguía allí sentado. Necesitaba pensar, recordar. Necesitaba ensordecer su dolor. Tenía miedo a olvidarla, a que un día se despertara por las mañanas y su primer pensamiento no fuera para ell