Le encantaba ver cómo las olas iban a morir a la playa. Le encantaba que las espumantes gotas de agua salada arrastradas por el viento le salpicaran la cara y el pelo. Las gaviotas cabalgaban sobre la superficie rizada del mar a la espera de coger una presa. Estaba sentado en la orilla, los dedos de los pies enterrados en la fresca tierra húmeda. Sus mejores zapatos. Sonrió. Ella siempre le decía eso. ¡Qué pena que uno no se los pudiera llevar puestos!
El cielo, plomizo, pesado, amenazante de lluvia. El aire espeso, perfumado de sal, cálido unas rachas, fresco, otras.
Hacía rato que los bañistas se habían marchado. El increíble sol con el que se habían levantado esa mañana se había dejado vencer por la fuerza hercúlea de las nubes, macizas, potentes, llenas de lluvia. Pero Pascual seguía allí sentado. Necesitaba pensar, recordar. Necesitaba ensordecer su dolor. Tenía miedo a olvidarla, a que un día se despertara por las mañanas y su primer pensamiento no fuera para ella; no fuera ella.
Con mimo, con extrema delicadeza, acarició la urna que recogía lo que ahora era su esposa. Descansaba a su lado, sobre la arena, como otras miles de veces había estado ella mientras que juntos veían al mar ir y venir, subir y bajar, agitarse fervoroso en un juego eterno al que Pascual y Mara asistían con las manos entrelazadas o hablando o riendo o sin hacer otra cosa que ver y sentir.
Su amada Mara.
Pascual cerró los ojos intentando contener el llanto que le atenazaba la garganta, pero las lágrimas fueron capaces de escapar y rodar por su arrugado rostro y escocerle en el alma. Gotearon sobre la arena mezclándose con el agua de ese mar que siempre había amado tanto.
Y recordó.
Recordó cuando una hermosa tarde de verano la vio por primera vez, hace ya más de cuarenta años. Flacucha y desgarbada, recogía conchitas que metía en una cesta. Sus bellos ojos azules como el cielo, enmarcados en unas pestañas casi blancas, como su cabello rubio ceniza. Miles de pecas en una piel lechosa, rosada, y una enorme boca con labios de cereza cerraban el conjunto de un rostro no hermoso, fascinante. Al verla Pascual supo que ya no podría separar su vida de la de ella.
Hablaron cosas de adolescentes. Ella reía sin parar, de una forma algo boba, queriendo ser coqueta, mientras enterraba los pies en la arena. Sus mejores zapatos, dijo, los zapatos de arena de playa, con ellos te calzas el mundo.
Se vieron durante ocho veranos más hasta que pudieron casarse. Pascual nunca tuvo que convencerla para que vivieran en el pueblo, junto al mar. Ella lo dejó todo en la ciudad sin quejarse nunca, sin explicar nada. La playa era su casa; el mar era su alma.
Con los años supieron que no podrían tener hijos. Con el paso de la vida se fueron quedando solos en el mundo. Con cada pérdida, con cada mala noticia, cogían una cesta con pan, queso y vino y se iban a la playa a ver, a contemplar el mar. Se pasaban horas mirando las olas ir y venir, acariciando la orilla, espumando unas veces perezosas; arañando con furia, otras. Volvían a casa cuando ya el sol se había marchado, abrazados y renovados. Pasara lo que pasase se tenían el uno al otro, para siempre.
Mara dedicó toda su vida a cuidar y atender a Pascual. Él, por su parte, trabajaba faenando en un barco. Cuando se quedaba sola se pasaba las tardes en la playa, sentada en la orilla imaginando las aguas por las que estaría navegando su marido. Pascual, cuando terminaba sus tareas, dejaba vagar su mirada hacia el punto del horizonte en el que estaría la costa y su casa y se imaginaba a su querida Mara sentada en la arena de su playa, jugueteando con las conchas y enterrando los pies en la arena.
Un día, quince años atrás, Mara se sintió indispuesta. Todo se resolvió con una sencilla intervención quirúrgica y varios días en el hospital. Sin saberlo algo tan sencillo, tan banal, fue la causa de la enfermedad que la llevaría a la muerte. Por una transfusión se contagió de un virus mortal, asesino. Poco a poco se fue debilitando, se fue consumiendo. Los medicamentos, en fase de experimentación, no le hacían nada. Los análisis fueron empeorando más y más. La batalla estaba perdida y Mara se moría sin remedio.
«Mi vida se apagaba con ella. La besaba y abrazaba con la esperanza de contagiarme de ella. La amé sin protegerme deseando enfermar de su veneno. No podía soportar ver cómo la Muerte me la iba arrebatando, día a día, año tras año. No había esperanza y el tiempo se acababa.
»Su sufrimiento ató más aún mi corazón al suyo. Nunca se quejó o protestó y procuró siempre, con increíble dulzura, aplacar la ira que me dominaba cada vez con más asiduidad, por la desesperación y la impotencia. En los últimos meses ingresaba en el hospital cada vez con más frecuencia. Pero un día mi querida Mara me pidió no ir nunca más. Y yo acepté.
»Una madrugada su respiración empeoró. De eso hace sólo una semana. La fiebre abrasaba su ajada piel, un día blanca y hermosa. Apenas había carne sobre sus huesos y el cabello hacía tiempo que había desaparecido. Los ojos de un azul metálico se encontraban escondidos en unas cadavéricas cuencas. Pero para mí seguía siendo la más bella, la más fascinante de las criaturas. Mi amada Mara. La envolví en la colcha que ella había tejido para nuestro lecho nupcial y la llevé a nuestra playa. La senté en la arena como miles de veces había hecho y me acurruqué a su lado intentando impregnarme de su olor y de la vida que se le iba a chorros y que yo no podía contener con mis callosas manos entrelazadas a las suyas. No hablamos. Sólo esperamos a que la aurora nos diera la vida una vez más. Cuando el sol se asomaba como un mínimo gajo de luz sobre el horizonte sentí cómo mi querida Mara daba el último suspiro. Agarré su rostro y lo besé en un intento vano de retener su último hálito de vida. Palpé su pecho intentando contener los latidos que se apagaban. Mis lágrimas bañaron su piel intentando dar calor a su carne casi fría. Arrebatado por el llanto, enloquecido, la atenacé con mis brazos intentando meterla bajo mi piel para que jamás me dejase sólo. El sol despuntó por el horizonte, redondo y dorado, iluminando sus apagados ojos. El mar suavizó su empuje sobre la playa para no molestar ni alterar su eterno reposo. Enterré sus desnudos y huesudos pies en la fresca arena de la playa y me tumbé a su lado»
Encontraron a Pascual tumbado en la playa junto a su esposa muerta. Lo llevaron al hospital, pero la herida mortal que le ahogaba se encontraba en su alma, no en su carne. Odiaba los latidos de su corazón que le mantenían vivo. Unos vecinos le ayudaron a arreglar el funeral e incineración de su esposa.
Le dieron de comer. Le ayudaron a arreglar sus cosas. Pero Mara no estaba a su lado y la necesitaba.
Pascual abre los ojos. Las lágrimas hace rato que brotan sin control y el llanto domina su cuerpo vencido. La lluvia, en un principio suave y ligera, golpetea rabiosamente contra su cuerpo y arrastra su dolor mezclándolo con el agua del mar que ya cubre sus pies enterrados. Toma la urna que descansa a su lado y la besa con ternura. Se pone de pie. No podría decir cuanto lleva sentado en la arena de la playa, pero ya está declinando la luz del día. La lluvia arrecia furiosa; el viento sacude su fatigado cuerpo, haciendo aletear su ropa y su cabello. Sujetando junto a su corazón el amado objeto, avanza hacia la inmensa profundidad. No siente frío. No tiene miedo. Sólo lamenta la torpeza de su envejecido cuerpo que no le permite avanzar con más soltura y rapidez. Se le hunden los pies en la arena, el agua lo envuelve en un frío abrazo y se deja llevar.
Antes de que la mar le cubra por completo y silencie su aliento, Pascual escucha, si eso es posible en medio de tan furiosa tormenta, la risa cantarina y feliz de su amada Mara. Y sonríe.
-FIN-
Lola Montalvo Carcelén
2008
revisado junio 2020
RELATO GANADOR DEL 1º PREMIO EN EL VII CERTAMEN DE RELATO
CORTO AMFE-MUJER 2008 de Castilleja de la Cuesta, Sevilla
Imágenes créditos (por orden)
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