Le habían acercado al balcón y podía ver el mundo a través de los impolutos cristales. La tarde era espléndida. El parque aparecía muy hermoso con sus doradas galas otoñales. Unos niños jugaban con el barro, resultado de la lluvia del día anterior; tenían sus sonrientes caritas embadurnadas, las manos pringosas. Un perrillo correteaba a su alrededor esperando ser incluido, sin éxito, en el infantil ritual. Una bicicleta reposaba inerte en la hierba esperando a que su dueño se acordara de ella y la hiciera volver a la vida. El pálido sol de octubre iluminaba sin calentar; sus tenues rayos se posaban sobre la piel de sus rugosas manos, su calidez era casi una caricia. ¡Cómo añoraba su resplandor en los cabellos, la brisa en la cara! Emilia necesitaba cambiar de postura. El mullido asiento de silicona, recubierto de suave felpa, resultaba un duro sillar de granito cuando llevaba más de una hora sobre él. Habían olvidado alisar del todo la tela y una arruga le estaba mortifican
Le encantaba ver cómo las olas iban a morir a la playa. Le encantaba que las espumantes gotas de agua salada arrastradas por el viento le salpicaran la cara y el pelo. Las gaviotas cabalgaban sobre la superficie rizada del mar a la espera de coger una presa. Estaba sentado en la orilla, los dedos de los pies enterrados en la fresca tierra húmeda. Sus mejores zapatos. Sonrió. Ella siempre le decía eso. ¡Qué pena que uno no se los pudiera llevar puestos! El cielo, plomizo, pesado, amenazante de lluvia. El aire espeso, perfumado de sal, cálido unas rachas, fresco, otras. Hacía rato que los bañistas se habían marchado. El increíble sol con el que se habían levantado esa mañana se había dejado vencer por la fuerza hercúlea de las nubes, macizas, potentes, llenas de lluvia. Pero Pascual seguía allí sentado. Necesitaba pensar, recordar. Necesitaba ensordecer su dolor. Tenía miedo a olvidarla, a que un día se despertara por las mañanas y su primer pensamiento no fuera para ell