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SANATIO: Capítulo V (cont.)


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Se quedó sola en la casa. Hipia había salido un momento. No tenía muy claro para qué dado que la palabra que había utilizado no era una de las que conocía: mulgeo[1]. De repente, había comprendido que el idioma que utilizaban estas gentes no era otro que latín. A los tres o cuatros días de recuperar la conciencia esa palabra había llegado a su cabeza como cuando se disipa una niebla y aparece de repente el sol. Latín. Pero no era el suyo. Ella utilizaba otras palabras en su interior; algunas se parecían, pero la mayoría no. Entendía ya muchos conceptos que se repetía a sí misma y pronunciaba después con un susurro ronco, que cada día iba siendo más claro y menos doloroso en su garganta. No se atrevía a hablar. Ellos la creían aún muda y por ello no le hacían preguntas. Si descubrían que poco a poco iba recuperando la voz le harían preguntas que no podría contestar y no sólo porque no entendiera bien su lengua, sino porque tampoco tendría respuestas.
      Cuando Hipia salió, la esclava esperó un ratito hasta estar segura que no volvía a por algo que se le pudiera haber olvidado. Contó mentalmente hasta cien mientras seguía limpiando la mesa de los restos de haber preparado la cena. Esperaban un invitado para cenar con el dueño y ya estaba casi todo listo. Cuando estuvo convencida de que la joven se había ido, dejó el trapo doblado en la mesa y salió a explorar la casa. Desde que estaba allí no la había visto. Sólo conocía la cocina, la leñera y el patio trasero en el que Hipia cultivaba algunos vegetales y legumbres. El resto de la domus le estaba vedado. Jamás la habían dejado sola y por ello esta era la mejor ocasión para inspeccionarla; quién sabe, quizá encontraba alguna cosa que le hiciera recordar o alguna respuesta a tantas y tantas preguntas que se arremolinaban en su interior.
      Salió de la cocina y tras un corto pasillo se encontró en una sala rodeada de columnas abierta al cielo de la noche con un hermoso arriate de flores y plantas en el centro. Era una especie de patio columnado, muy bonito. Hacía frío e iba descalza, por lo que aceleró el paso. El suelo era de baldosas y ladrillos que formaban una bonita combinación en espiga. Por un pequeño acceso llegó a otra especie de patio interior, el atrio, con una abertura cuadrangular en el techo y una pequeña fuente de agua en el centro. Salvo por algunas lucernas colocadas en las paredes cada pocos pasos no había iluminación alguna. Le llamó la atención que no hubiera ventanas. Las paredes estaban pintadas en colores alegres: ocres, terracotas… con cenefas muy bonitas recorriéndolas y conformando cuadrículas. Por lo demás la decoración era muy austera.
       Rodeó el atrio llegando, por fin, a un par de habitáculos que tenían los cortinajes abiertos; dedujo que debían ser los dormitorios dado que tenían adosada una cama en una de sus paredes laterales. Casi era noche cerrada ya y la oscuridad prácticamente absoluta. De uno de los cuartos emanaba un débil resplandor dorado, posiblemente de una lucerna. Decidió entrar. En el pecho sentía un latido loco, casi doloroso, pero no se echó atrás. Necesitaba ver y entender por qué se sentía tan fuera de lugar, tan ajena a ese ambiente en el que vivía desde que despertó. La estancia era espaciosa y contenía muy pocos muebles; aparte de la cama, un gran arcón de madera y un sillón de brazos bajos, había una especie de cómoda de madera pegada a la pared del fondo sobre la que descansaba la lucerna y reposaban algunos enseres de marfil y metal que, a esa luz tan pobre, no supo determinar. Pasó la mano por todos y cada uno de ellos y de repente reparó en uno. Era metálico, quizá de bronce, redondo y con un pequeño puño delicadamente trabajado. Lo tomó, lo giró y el disco metálico lanzó un pequeño brillo. Un espejo. Con temblorosa mano lo acercó a su cara y observó su reflejo.
      El estrepitoso latido de su pecho se extendió a su garganta amenazando con asfixiarla.
      El bruñido metal le devolvió su imagen. Unos ojos, una nariz, una boca grande de gruesos labios, una barbilla con un pequeño hoyo… su rostro. Se pasó la mano por el cabello y la posó después en las costras que aún permanecían en su ceja, su mejilla y su barbilla.
      «Aquel hombre dijo que soy fea y vieja y…»
       —¡Esclava, dónde demonios te has metido!
      La voz del hombre enorme, al que llamaban Urso, la asustó y se volvió. Se le paró la respiración cuando, al girarse por el temor de que la pillaran donde no debía estar, se encontró a un hombre con un puñal en una mano dirigiéndose hacia ella; Urso entró hecho una fiera. Entonces se le cayó el espejo al suelo y sin poderlo evitar, muerta de miedo, se tapó la cara con los brazos esperando así poder frenar en parte los golpes que no tardarían en llegar.
      Pero no llegaron.
      Ambos hombres intercambiaron palabras que entendió a medias dado que estaba demasiado aterrorizada para concentrarse en su significado. Lo que no se le escapó fue el tono conciliador del que sostenía el puñal. Bajó lentamente los brazos, levantó la cabeza y miró frente a sí. Efectivamente, el desconocido guardó el puñal en la funda que llevaba a su cintura y, sin apartar la mirada ni un momento de ella, sujetó a Urso por un brazo. Hablaban de ella, la miraban. Se agachó a recoger el espejo que, para su sorpresa no se había roto ni abollado, y lo limpió con la manga; sin embargo, antes de dejarlo en el mismo sitio y posición que lo había encontrado, se echó un último vistazo.
      «Esta soy yo», pensó, satisfecha.
      Entonces sí, Urso la tomó por un brazo con firmeza pero sin violencia y tiró de ella, que no opuso ningún tipo de resistencia caminando dócilmente a su lado. Estaba donde no debía, la castigarían casi seguro, así que mejor no empeorar la situación. El extraño debía ser el dueño al que tantas veces nombraban y que llamaban Marco. La mujer le observó con curiosidad mientras seguía conversando con Urso. Era un hombre muy alto y corpulento. Llevaba una vestimenta que no había visto hasta ese momento: una especie de pantalones que le llegaban hasta la mitad de las pantorrillas, algo parecido a una falda cuyo borde terminaba a la altura de las rodillas y una camisa de anillas muy pequeñitas entrelazadas entre sí, metálicas. Sin pararse a pensar en lo poco oportuno de su gesto lo miró de pies a cabeza y se detuvo en su rostro: de rasgos marcados, barbilla cuadrada, nariz recta, ojos de color indeterminado, dada la poca luz del dormitorio, pero oscuros, enmarcados por unas cejas negras, como su cabello, que llevaba muy corto. Le pareció un rostro muy atractivo. Presentaba varias cicatrices pequeñas en la mejilla y la frente, aunque sobre todas destacaba una que le cruzaba el labio superior de arriba a abajo, fina, antigua, que le daba un aire fiero que no se correspondía en absoluto con la afabilidad que emanaba de su gesto. Y de sus ojos. Antes de desaparecer por la puerta siguiendo los pasos de Urso pudo ver cómo el hombre contenía una sonrisa sin dejar de mirarla. Cuando él ya no podía verla, ella también sonrió.
      La sonrisa se borró repentinamente de sus labios.
      Mientras avanzaba por el pasillo se dio cuenta de que se referían a ella con una palabra y no podía ser, debía ser un error. Pero estaba claro que Urso le había llamado serva.
      «¿Esclava?»

Ulpio se recostó en el lectus[2] con un vaso de vino en una mano y un pastelito de miel en la otra. Dio un generoso mordisco al dulce y cerró los ojos mientras masticaba con delectación.
      —Desde luego –hablaba con la boca llena—, Hipia cocina como nadie –se rió—. Me la podrías regalar.
      Marco estaba tumbado boca arriba, con un brazo tras la cabeza; la otra mano, que sujetaba su vaso, reposaba con pereza sobre su abdomen y se movían arriba y abajo al ritmo de su respiración. Ulpio estaba un poco borracho. Acabó el dulce y se chupó los dedos; entonces se incorporó bruscamente derramando parte de su bebida en la tela del lectus y en su toga. Frotó con torpeza con la mano y se limpió los dedos sucios en la tapicería. Marco abrió un ojo y le observó con los párpados apenas entreabiertos.
      —Claro que si me la regalas –continuó Ulpio— dejaré a Urso que la visite con frecuencia –explotó en carcajadas derramando más vino.
      —Ulpio, eres asqueroso –Galerio hablaba aún con los ojos cerrados—. Urso te va a arrancar la cabeza.
      —Y tú se lo permitirías.
      —Por supuesto.
      Ulpio volvió a reír. Se sirvió más vino y tomó otro dulce de la bandeja. Marco abrió los ojos y se incorporó. También estaba algo borracho, pero se le notaba mucho menos que a su amigo. Mientras le observaba masticar se puso serio y tomó aire, aunque inmedia- tamente lo dejó escapar con un suspiro estridente.
      —¿Me vas a decir de una vez lo que quieres decirme desde hace rato?— Ulpio sonreía aún, pero su gesto era contenido.
      Marco Galerio apuró su vaso y lo dejó sobre la mesa que había entre los dos lectus. Se cruzó de brazos y miró a su amigo.
      —Marcelo me ha mandado un mensaje.
      Ulpio dejó de masticar y su semblante se puso serio.
      —El gobernador va con parte de la XXVIII a pasar el invierno a Corduba, pero él vuelve con la cohorte que le acompañó a la Citerior para quedarse aquí, en Hispalis.
      Ulpio no dijo nada. Su gesto era extremadamente grave y se podría decir que se le había pasado de un plumazo la borrachera. Miraba su vaso como si buscara algo.
      —El mensaje me lo envió desde las cercanías de Castulo y me llegó esta mañana –Marco no apartaba los ojos del rostro del otro-, por lo que con este tiempo llegará en cuatro, cinco jornadas a más tardar.
      Ulpio dejó el vaso en la mesa, se levantó y se pasó una mano por la mancha de vino que presentaba su toga a la altura de su regazo. Con esa luz parecía sangre. Dio unos cuantos pasos y se detuvo, de espaldas a su amigo y anfitrión, frente a un busto que descansaba dentro una hornacina excavada en una pared lateral de la sala. Representaba a una mujer joven de bellos rasgos, el rizado cabello recogido en un alto tocado del que partía un fino velo que cubría parte del incipiente busto. Era una escultura hermosa, sin lugar a dudas, y la modestia de su factura no impedía que presidiera la estancia con la majestuosidad propia de una reina. Ulpio tocó con su dedo índice el contorno de la nariz de la imagen y se detuvo en sus labios que dibujó con trazo lento y delicado. Acto seguido posó sus dedos en sus propios labios y los besó.
      Marco, incómodo, ignoró lo que hacía Ulpio y siguió hablando en la misma postura que estaba desde hacía rato.
      —Marcelo quiere que se le reciba con las tropas formadas y…
      —¿Sabes que Fabio Buteo está enterado de los rumores que señalan a Marcelo como el más que posible candidato a poner fin de forma violenta a la vida del gobernador?
      Su tono era neutro aunque sus palabras expresaban una tensa ironía. Seguía de espaldas a Marco, observando el busto.
      —Lucio Naevio, conocedor de tu extremado e inexplicable amor filial por un ser tan inefable como es nuestro querido cuestor –Galerio se puso bruscamente en pie tropezando con la mesa; Ulpio le ignoró y siguió hablando—, ha tenido la feliz ocurrencia de enviar un mensaje al legado en el que informa con prolija prosa los datos que le han proporcionado sus inmejorables espías…
      Ulpio se giró y miró a Marco, cuyo rostro aparecía desencajado.
      —…pero como buen y fiel amigo tuyo que es, en ningún momento ha dejado entender que esta información te la proporcionó él en tu viaje a Gades –miró a Marco y dibujó una irónica sonrisa—, información que, en caso de que efectivamente hubieras recibido en Gades de sus labios, tú no diste en su día a tus superiores y sólo los dioses saben por qué.
      Marco Galerio se dejó caer, sentado, en su lectus sin apartar los ojos de los de su amigo. Le dominaba la ira, no tanto hacia Ulpio como hacia sí mismo, consciente de que las palabras que le acaba de decir eran simple y llanamente verdad. Las manos le temblaban con violencia, por lo que cruzó los brazos y las escondió en sus costados. Ulpio se acercó a su amigo y se sentó junto a él. Le palmeó un hombro con afecto y le pasó el brazo acercándolo a sí.
      —Mientras que estabas fuera en misión de exploración, llegó el mensajero. Yo estaba reunido con Fabio, con Atilio… ya sabes.
      Marco asintió y con un brusco gesto se soltó del brazo de su amigo. Ulpio siguió sentado a su lado.
      —Marco, te ha costado mucho llegar a donde estás para que te la juegues por nadie y mucho menos por alguien como Marcelo.
      —Marcelo me ha ayudado mucho y yo le tengo un aprecio sincero –su tono era cortante, contenido—. No voy a ayudar a esos politicastros a que jueguen lanzándose sospechas a la cara y me utilicen a mí como mensajero. No es esa mi misión. Yo sólo soy un soldado y no aspiro a otra cosa.
      Marco sirvió vino en las dos copas y le dio la suya a Ulpio, que la tomó, aunque no bebió. Él se bebió en dos cortos tragos el conte- nido de la suya y se puso en pie. Dio un par de pasos y se detuvo junto a la hornacina, de frente a su amigo.
      —Si las sospechas de Naevio resultan ciertas, seré el primero que haga lo posible por desenmascarar al traidor, pero no tiene un nombre concreto y sólo se basa en rumores de viejas. Y eso querido Ulpio, no es serio.
      Ulpio se rió sin apartar la vista de su vino.
      —Desde luego tienes suerte de que Lucio Naevio te tenga tanto aprecio. Por otro, lado me sorprende tu particular concepto de lo que supone cumplir una misión y transmitir una información a tus superiores.
      —Ni más ni menos que la que tienes tú.
      Ambos se miraron a los ojos y sonrieron. Por supuesto recor- daron al mismo tiempo la ocasión en que, diez años atrás, a Ulpio se le encomendó la misión de localizar al primipilo de su legión, que había salido con una cohorte y no había llegado a su destino; por lo visto se había desviado junto con varios hombres para ver si localizaban vicus y aldeas en las que hacerse con alimentos y grano para poder almacenar ante el incipiente invierno; la cohorte había vuelto al campamento sin ellos. Al día siguiente regresaron los hombres, pero no el oficial; le habían perdido la pista en zona de indígenas no amigos y se temía que le hubieran dado muerte. Ulpio salió, entonces, con varios auxilia a caballo. A los tres días localizó al primipilo en una aldea lejana, dentro de una cabaña, retozando con un joven indígena de carnosos labios, sudoroso y feliz, ajeno a toda preocupación. La versión oficial fue que le habían secuestrado para pedir rescate y que Ulpio debió ingeniárselas para rescatarlo de las sangrientas manos enemigas. Por supuesto, el primipilo le estuvo eternamente agradecido por su discreción, aunque fue una eternidad corta, dado que murió atravesado por un venablo pompeyano a las puertas de Ategua[3], sólo tres años después.
      —Sí, Marco, supongo que cada uno sabe cuándo debe guardar silencio. Sin embargo, respecto a Marcelo…
      —Guárdate tus opiniones en un buen lugar –su tono era seco, frío—. Sé perfectamente cual es tu opinión respecto a Marcelo.
      En ese instante entró Hipia para recoger la bandeja de dulces medio vacía y sustituirla por otra llena. El ambiente era tenso y la joven lo notó al momento. Retiró la jarra de vino y puso otra en la mesa. Sólo tardó un instante y se fue tan silenciosa como llegó. Ulpio se sirvió vino nuevamente. Bebió un pequeño sorbo y miró a Marco que se había girado y observaba en silencio el busto de la joven en la hornacina. Decidió cambiar diametralmente de tema. Ambos habían cenado en un agradable ambiente de amistad y cercanía casi fraternal. Años atrás eso era algo habitual; se habían criado juntos y desde siempre habían sido mucho más que amigos, mucho más y todo se estropeó tan rápido… No, esos días ya lejanos nunca volverían, pero esa noche Ulpio tenía la sensación de que las heridas podrían estar definitivamente cicatrizadas y que, si uno no se fijaba mucho en ellas, apenas se verían. Le costaba asumir el aprecio que Marco sentía por el cuestor Marcelo, sin embargo debía respe- tarlo, se dijo, aunque le costara la vida. Le era mucho más valiosa la amistad que un día estuvo a punto de perder para siempre.
      Mejor cambiar de tema. Sonrió.
      —¿Vas a liberar a la mujer que trajiste de Gades?
      Marco se volvió lentamente y se acercó a la mesa.
      —¿Por qué iba a hacer algo semejante?
      —Urso me contó que sospechabas que se trataba de una mujer libre que había sido robada por ese comerciante.
      —Las sospechas no fueron mías, sólo lo sospechaba él. Pero tal como se comportaba aquél individuo, me di cuenta de que, efecti- vamente, había algo sucio.
      Ulpio hizo un gesto interrogante con los hombros y las manos que Marco interpretó como «¿y por qué la compraste, entonces?»
      —La compré porque me daba pena, porque ese hombre la tenía en una jaula como un perro sarnoso y porque moriría en breve si la dejaba en ese estado.
      —Pero la mujer se ha recuperado.
      —Sí, esta misma tarde la he encontrado curioseando en mi habitación y me he quedado sorprendido de tan enorme mejoría en tan poco espacio de tiempo.
      Galerio se acercó al lectus vacío y con un enorme suspiro se dejó caer, tumbándose boca arriba con un brazo tras la cabeza y el otro en su pecho.
      —¿Habla ya?
      —No
      —¿Qué vas a hacer con ella?
      —¿Es que debo hacer algo? –Se giró y se puso de lado, de cara a Ulpio-. Esperaré que se recupere y hable, si llega a hacerlo algún día, y si me demuestra que es una mujer libre pues la liberaré. Mientras tanto, que ayude a Hipia que últimamente está muy seria y agobiada.
      Ulpio rió a carcajadas.
      —Hipia está agobiada estos días porque está celosa de la nueva.
      Marco levantó las cejas en un espontáneo gesto de sorpresa. Ulpio continuó:
      —Sí, está celosa porque no entiende el motivo por el cual Urso te pidió que la compraras.
      —¡Por Júpiter, esa mujer es la última cosa en este mundo que debería preocupar a Hipia! La esclava era un despojo cuando la sacamos de Gades. Se ha recuperado mucho en estos días, pero no creo que por mucho más que se reponga llegue a ser capaz de atraer a nadie y, menos aún, de hacer sombra a Hipia. Es poco más que un bicho.
      Ambos rieron. Entre carcajadas se sirvieron más vino y bebieron. Ninguno de los dos se dio cuenta de que escondida tras las cortinas, la nueva esclava escuchaba y lloraba en silencio.

Transcurrieron dos días. La esclava había comenzado a ayudar a Hipia en tareas sencillas y su ayuda le permitía a esta última estar menos atareada con sus obligaciones domésticas, disponiendo de más tiempo para poder dedicarse al trabajo que más le gustaba: laborear en su huerto. En el patio trasero, al lado del horno para cocer el pan, disponía de un pequeño terreno de unos cuarenta y cinco codos de largo por unos veintiocho codos de ancho[4] donde cultivaba zanahorias, cebollas, acelgas, lechugas, pepinos, calaba- cines, lentejas y garbanzos, según la temporada. Más allá, se extendía un pequeño trozo de tierra sin laboreo en el que había varios árboles frutales: manzanos, higueras y perales y, unos pies más allá, la muralla que delimitaba el patio trasero dentro de una propiedad más amplia. Al haber sido un terreno deducido inicialmente en las afueras de la ciudad se incluía un generoso terreno muy cercano a un arroyo que les abastecía de agua corriente y les proporcionaba un estupendo rincón donde poder realizar la colada. Varias ovejas y cabras, propiedad de la casa, ramoneaban en los pastos pegados al muro y una casita de pastor se ubicaba al límite de la linde de la propiedad. Era un terreno magnífico, casi como una villa pequeña.
      Hipia había comprobado que la nueva esclava se apañaba muy bien con las tareas manuales y le confiaba todas las que podía, ocupándose ella de organizar y de supervisar, aunque la comida de la jornada seguía siendo su única responsabilidad. Con el paso de los días, entendió con satisfacción, que Urso no sentía ningún tipo de atracción por la nueva, que cuando la vio se había sentido dominado por una enorme pena, recordándole a él mismo cuando llegó de tierras egipcias, encadenado con gruesas cadenas en manos, pies y cuello, enfermo y asustado. «Te podría decir que esta mujer me gritó pidiéndome ayuda, que la escuché dentro de mi cabeza –le explicó Urso—, pero sé que eso es una estupidez». La habían robado de algún lugar, tal como hicieron con él mismo, y recurrió al amo para que pusiera en su lugar al comerciante. Sí, Hipia había comprendido que su amado sólo había intentado ayudar a alguien menos afortunado que él y que su pasión por ella no se había resentido lo más mínimo. Hipia sonrió al recordar la noche pasada entre sus poderosos y cálidos brazos, cómo los labios de Urso la habían recorrido y la habían besado en esos sitios que a ella tanto le gustaban. Se estremeció de placer y sintió cómo su loco corazón le cortaba la respiración y le latía entre las piernas.
      Suspiró intentando centrarse en su labor; le quedaban aún muchas cosas por hacer, debía dejar preparada la tierra, liberarla de las malas hierbas, retirar las viejas raíces y mezclarla con bosta de vaca antes de plantar. Miró al cielo; el sol estaba alto y radiante, aunque al oeste aparecían gruesas nubes que amenazaban lluvia, por lo que debía darse prisa si no quería que el agua impidiera su labor. Arrodillada en el suelo, cogió una pequeña hoz y comenzó a cortar los viejos hierbajos. Una raíz enorme se enganchó en el extremo del instrumento. Hipia tiró, pero la afilada punta no conseguía cortarla. Debía ser muy gruesa. Era necesario cortarla y tirar de ella para arrancarla y dejar la tierra limpia. Apoyó la mano libre en el suelo, dejó caer todo su peso sobre el brazo que sostenía la hoz hundiéndola más en la tierra y después tiró con ambas manos del mango del instrumento, utilizando nuevamente el peso de su cuerpo como contrapeso. La hoz consiguió, por fin, cortar la raíz pero salió disparada, su filo cortó la lana de su túnica y se clavó en su muslo izquierdo, en su parte lateral externa. Hipia vio lo que había pasado antes de sentir ningún dolor. Reaccionó soltando el instrumento cuyo curvado filo quedó enterrado en su carne. Se llevó las manos a la cara y gritó. Gritó con todas sus fuerzas.

La esclava estaba amasando varias piezas de pan en la cocina. Había dejado seis piezas de masa redondeada reposando bajo un paño de lino húmedo. El horno estaba tomando temperatura y en poco tiempo empezaría a introducirlas para cocer la masa. Le encantaba realizar este tipo de tareas simples mientras en susurros repetía las palabras que conocía en latín, construyendo frases sencillas; en la casa aún no la habían escuchado, pero su voz cada día era menos ronca. Sí, poco a poco fue comprendiendo que no le era una lengua del todo ajena que, de alguna manera, la conocía y tenía la sensación de que quizá había llegado a hablarla con anterioridad. A su mente afloraban cosas superficiales, imágenes fugaces, rostros, sin embar- go, por mucho que se esforzaba no llegaba a recordar su nombre y sin nombre no era nadie. La noche que había entendido que «esclava» era el término con el que se referían a ella y lo que eso suponía en su situación, recordó la quemadura que tenía en el brazo; ahora ya sabía lo que esos signos grabados en su piel suponían: la habían marcado; esa noche se durmió arrancándose las costrillas de la quemadura, que ya le picaban en la piel. Por la razón que fuera, había llegado a esta lamentable situación, aunque ella estaba convencida de que era una persona libre, que aunque su pasado aún era un borrón oscuro en su cabeza, ella era una mujer libre. Mientras llegaba el día en que pudiera recuperar su vida, asumía que no tenía nombre y se resignaba a responder, a obedecer, cuando alguno de los de la casa la llamaba serva.
      Terminó con la última pieza, le realizó dos cortes en forma de cruz con el cuchillo en su redondeada superficie y la espolvoreó con harina, cubriéndola por fin con el paño, al lado de las demás. Dejó la bandeja con las siete piezas de pan sobre una repisa de ladrillo cerca de la puerta, un lugar fresco mientras reposaban y limpió la mesa con un estropajo de esparto y cenizas. Limpiaba, finalmente, la mesa con un paño mojado en vinagre cuando escuchó un grito procedente del patio y, luego, otro grito más. Salió corriendo al patio lo más rápido que pudo, evitando colocar el pie lesionado en una mala postura que le provocara una punzada de dolor y le hiciera trastabillar. Se encontró a Hipia sentada sobre sus piernas, las manos en la cara, llorando y gritando. La esclava no conseguía ir más rápido de lo que sus pies le permitían, pero cuando no le faltaban más de nueve o diez pasos vio la sangre. Entonces corrió a toda velocidad ignorando su propio dolor.
      Ayudó a Hipia a tumbarse, lo que le costó un gran esfuerzo porque la joven se agarró a su cuello con fuerza intentando levantarse mientras gritaba hasta desgañitarse. Se soltó de sus manos y la obligó a recostarse.
      — ¡Tranquila, tranquila! —dijo en latín.
      Hipia obedeció y se volvió a cubrir la cara con las manos sin dejar de gritar. La esclava le puso una mano en los labios mientras con el índice de la otra se cruzaba sus propios labios, al tiempo que chistaba con suavidad. La joven apartó sus manos y miró entre ellas; nunca había visto ese gesto, pero lo entendió y sin poder explicarse por qué, obedeció y se calló, aunque las lágrimas no dejaban de rodar por su rostro. Su respiración era agitada y entrecortada e intentó, con todas sus fuerzas, tranquilizarse. Sudaba profusamente por el dolor y por el terror que la dominaba, su rostro estaba blanco y sus labios, azulados. La esclava observó rápidamente cómo del muslo izquierdo sobresalía la punta y el mango de lo que supuso era una hoz; salía sangre, pero el propio instrumento ejercía de tapón y la hemorragia estaba bastante contenida. La pierna temblaba casi con vida propia, en un baile intenso. Hipia agarró a la mujer del brazo. Ésta se soltó con suave determinación.
      —No –le dijo—, deja hacer.
      Su voz le sonó ronca, extraña. Si Hipia se sorprendió de que hablara de repente, no estaba en condiciones de demostrarlo.
      —¡Esclava, sal a buscar a Urso! –le gritó Hipia angustiada.
      —¡No, yo puedo!
      La mujer cortó una gruesa y larga tira de su túnica; la estiró entre sus manos comprobando la resistencia que podía tener, la colocó doblada sobre su hombro y, seguidamente, rasgó la túnica de Hipia hasta la altura de las ingles. Ésta, entre sollozos, profirió un grito más por la sorpresa que porque el inesperado movimiento le hubiera ocasionado un nuevo dolor. Seguidamente la esclava tomó la ancha banda de tela y se la pasó por el muslo cuatro dedos por encima de donde tenía la herida, le dio dos vueltas y sin previo aviso apretó. Hipia grito llena de horror por el intenso dolor que la recorrió entera como un latigazo, su cuerpo se sacudió y perdió el conocimiento. La esclava le giró la cabeza hacia un lado, le abrió la boca, le bajó la lengua asegurándose de que la joven respiraba sin dificultad y siguió sujetando la banda de tela que apretó hasta que dejó de salir sangre. Le hizo un par de nudos y la cortó. Anudó el trozo que le sobró en el mango y en la punta de la hoz que sobresalían de la carne del muslo, sujetándola al primer trozo de tela que había atado alrededor del muslo. Así se aseguraba de que no se soltaba de donde estaba cuando consiguiera moverla. El efecto de tapón que ejercía la hoja de la hoz sobre la herida era en ese momento más beneficioso que perjudicial. Se limpió las manos en su propia ropa, se levantó y se dirigió lo más rápido que pudo a la casa. Al traspasar la puerta de la cocina se tropezó con Urso, chocando con él y cayendo al suelo.
      —¡Qué demonios…!
      La mujer se puso de pie con sorprendente agilidad y tomó a Urso de una de sus manazas tirando de él, que se soltó con un brusco gesto.
      —¡Mujer, no me hagas eso…!
      —¡Hipia… herida… patio! –le gritó, ya casi afónica nuevamente.
      Urso comprendió al instante y reaccionó tres pasos por detrás de la mujer, que ya corría nuevamente al patio hacia donde se encontraba Hipia. Se arrodillaron ambos junto a la joven. Él se llevó las manos a la cara al tiempo que gritaba su nombre. Fue sólo un instante de duda; enseguida fue a cogerla de cualquier manera para entrarla en la casa, pero la esclava le tomó de un brazo nuevamente, sujetándole con fuerza.
      —¡No! –le gritó.
      Urso levantó la mano con intención de pegarle en el rostro. Ella le volvió a coger y con un tono de voz extraño le dijo:
      —¡Por favor, escucha! –Tosió— Yo sé –se señaló—. Puedo curar y salvar.
      Él la miró sorprendido a los ojos. Su cabeza le gritaba que le diera un bofetón a esa desgraciada y la quitara de en medio para poder llevar a su querida Hipia a la casa. Sin embargo, sus ojos se fijaron en el trabajo que esa mujer había realizado, en cómo le había cortado la hemorragia y le había sujetado lo que tuviera clavado en la carne del muslo para que no se desangrara. Había estado en muchas batallas, había visto a miles de heridos en las guerras atravesados por flechas, por espadas, desmembrados. Esta mujer sabía lo que hacía.
      Miró a la esclava a los ojos, unos ojos que le gritaban que la dejara hacer, que ella sabía cómo evitar que Hipia se muriera desangrada. El latido de su pecho le resonaba en los oídos, su garganta luchaba por tomar aire y el miedo no le permitía bregar contra la determinación de esta chiflada.
      —¡Dime cómo!
      La esclava le hizo gestos y le tomó las manos colocándolas en los sitios adecuados para poder elevar el cuerpo de Hipia con el menor riesgo posible.
      Urso la tomó por las caderas y por el tronco mientras la esclava sujetaba con extremo cuidado el muslo herido y la otra pierna. La elevaron a una cuando la mujer indicó. Sincronizaron los pasos y, muy lentamente, lo que a ambos se les hizo una eternidad, llegaron por fin a la cocina. La esclava hizo un gesto con la cabeza señalando la mesa y con delicadeza depositaron a una inconsciente Hipia. Tras colocarle la cabeza de lado y revisar su boca y su lengua, la mujer tomó dos ollas que tendió a Urso.
      — Mucho agua, mucha.
      Urso salió como una exhalación a por agua. Mientras, la mujer avivó el fuego de la cocina. Buscó, donde sabía que había, aguja e hilos; localizó tres cuchillos afilados y buscó lienzos limpios. El esclavo apareció con los recipientes llenos a rebosar de agua que ella repartió en tres ollas más pequeñas. En cuanto empezaron a hervir metió los cuchillos y las agujas en uno de ellos, sujetos con hilos que dejó colgar por el borde del recipiente, y echó un generoso puñado de sal, en otro. El último lo dejó hervir a borbotones sin añadir nada.
      Urso recordaría siempre lo que vio aquella mañana y comprendió que la esclava no era una mujer vulgar ni ignorante ni nada de lo que había elucubrado en las semanas que habían transcurrido desde que la encontró atada como un animal en el interior de una jaula en el puerto de Gades. Esa mujer estaba acostumbrada a hacer lo que hizo ese día. Sus movimientos estaban predeterminados, todo estaba calculado; no dudó un solo instante ni se detuvo un momento a pensar ni se azoró por la enorme cantidad de sangre en las ropas de Hipia ni se arredró ante la enorme herida de enormes labios en la tierna carne del blanco muslo.
      Tras lavarse con profusión sus propias manos con agua de sal y vinagre, lavó con cuidado y escrupulosidad el muslo en el que estaba clavado el objeto. Cortó otra banda de tela ancha y larga y la colocó cerca de la rodilla atándola de la misma forma que la primera, pero al otro lado de la herida. Retiró la tira que sujetaba el mango y la punta de lo que a Urso le pareció una hoz. Le obligó con un gesto a lavarse las manos con vinagre tal como antes había hecho ella. Doblo un pedazo de lienzo de lino limpio y se lo colocó en la mano, le dirigió al borde de la herida y ordenó:
      —¡Aprieta! –le miró intensamente— ¡Fuerte!
      Obedeció.
      Limpió. Tomó un cuchillo de la olla sacándolo del hirviente líquido gracias al cordón que antes le había atado y lo metió entre las brasas. Cuando la hoja estuvo roja, lo retiró. Metió uno de sus dedos en la herida y Urso ya no vio más. Le ordenó que retirara su mano y aplicó la punta del cuchillo en algún lugar de la herida. Un desagradable olor a carne quemada invadió la cocina. Volvió a poner el cuchillo entre las brasas. Colocó una pieza pequeña de lienzo impregnado en agua de sal en el lugar que acababa de quemar y movió la hoz hacia el otro lado. Un vez más, Urso debió apretar en un punto de la herida. Nuevamente el cuchillo al rojo se dirigió a un desconocido punto entre los dedos de la mujer y lo aplicó en la carne sólo un instante; nuevamente ese olor. Desechó el cuchillo y colocó otra pieza húmeda de lino donde había quemado. Ordenó:
      —Aprieta.
      Urso apretó ambos trozos de tela y ella, lenta pero con decisión, retiró la hoz. Salía sangre aunque no en gran cantidad. A un gesto de la mujer, apretó ambos lienzos más aún sobre la herida, mientras ella sacaba de la olla hirviente otro cuchillo que colocó entre las brasas de la cocina. Cuando se puso rojo, lo retiró. Un gesto de sus ojos indicaron a Urso que retirara los lienzos. Obedeció. Ella observó con ojo atento el fondo de la herida y aplicó las dos caras del cuchillo en ambos bordes de la misma, pero sólo en los puntos que sangraban con extrema pericia para no tocar el resto de tejido. Otra vez, más ese olor. Lo retiró y de la herida no salía ya más que un hilillo de sangre en uno de sus extremos. Nueva aplicación de la hoja al rojo en el punto sangrante y la sangre cesó. Sonrisa de triunfo de la mujer, que Urso imitó.
      Con mucho cuidado retiró el torniquete más cercano de la herida, el primero que colocó. No pasó nada. El suspiro que soltó la mujer le indicó que había contenido la respiración durante tan delicada maniobra. Se dirigió al otro torniquete que no retiró; lo aflojó, la mujer contó hasta cien y lo volvió a apretar, aunque esta vez menos fuerte. La esclava entonces apretó sus dedos en  varios puntos de la pierna y el tobillo de Hipia, como buscando algo. Asintió en silencio satisfecha. Limpió con abundante agua de sal, primero, y con vinagre, después, el fondo de la herida, hasta que quedó completamente limpia, sin resto alguno de tierra u óxido. Sacó las agujas de la olla con el agua hirviendo, tomó los hilos y pasó a coser la herida. Lo hizo en dos veces, a dos niveles. El más profundo con hilo continuo de un lado hacia el otro, dejando los extremos fuera. Nueva limpieza con agua de sal y vinagre. Los más superficiales, de uno en uno, pasando el hilo con la aguja por los dos bordes de piel y atando los extremos con un giro extraño de sus dedos, que daban como resultado un nudo recio y seguro. Cuando terminó el costurón estaba sujeto por unos veinte nudos; en las comisuras de la herida sobresalían los extremos del hilo interior y un pequeño trozo de lienzo que había introducido tras hervirlo en agua de sal y escurrirlo bien. Retiró, por fin, el torniquete que quedaba, limpió nuevamente todo, le puso una pequeña capa de miel y lo cubrió con un vendaje ajustado. Hipia se removió y abrió los ojos.
      —Necesita dormir –dijo.
      Urso asintió. La cogió con extrema delicadeza, procurando que el muslo herido no se moviera y se la llevó a su cuarto. La casa era muy grande y, pegada a la pared del horno, había una pequeña habitación que utilizaban en invierno para vencer el frío aprovechando el calor que aquél emanaba. Se la llevó en silencio. En brazos del enorme esclavo Hipia parecía una pequeña muñeca.
      La mujer limpió la mesa y todos los utensilios que había utilizado con el agua hirviente que había reservado. Sabía que acababa de salvarle la vida a Hipia, aunque la herida no era tan profunda como se había imaginado en un principio ni la hoja de la hoz había seccionado grandes vasos. Pero si no hubiera recibido asistencia adecuada de forma inmediata la hemorragia habría sido suficiente para arrebatarle la vida. Ahora, lo importante era evitar la infección, aunque la esclava creía que podría utilizar los medios a su alcance para que no llegara a suceder tan nefasta complicación; su inmediata actuación no había dado tiempo a que se creara el medio adecuado para ello, aunque la hoz estaba muy sucia de tierra y herrumbre. Todos estos pensamientos fluían por su mente con total normalidad. Sabía qué se iba a encontrar cuando retiró la hoja de la hoz, cómo eran los vasos sangrantes, dónde debía presionar, qué debía hacer, qué debía vigilar… era algo que sabía a la perfección. De repente un montón de imágenes se agolparon en su cabeza: vísceras, abdómenes abiertos, tórax, cavidades, instrumentos, huesos pálidos y rosados… fue sólo un instante pero se quedó aturdida. Sus manos temblaron y ella las miró como si no le pertenecieran.
      Un relámpago rompió el cielo que se había cubierto de gruesas nubes. Diez latidos de su aturdido corazón y un trueno crujió en el aire, dejando tras de sí un absoluto silencio. La mujer se acercó a la puerta del patio. El ambiente era gris, casi espeso bajo las plomizas nubes; era cerca de mediodía y parecía que estaba a punto de anochecer. A su izquierda vio la bandeja con las formas redondeadas de las masas de pan bajo el lienzo de lino. «He de meter estos panes a cocer», pensó. Tomó la bandeja y salió al patio. Mientras introducía las piezas en la abrasadora piedra y unas gigantescas gotas de lluvia mojaban la parte trasera de su túnica, tuvo la absoluta certeza de que ella podría dudar de muchas cuestiones con respecto a su identidad, podría tener su propio nombre arrebujado en algún rincón de su dolida memoria, pero de lo que ya no tenía ninguna duda, ninguna, era de que ella no había sido jamás una esclava.



[1] Ordeñar
[2] Mueble en forma de lecho en el que los romanos se recostaban para comer. Su “comedor” recibía el nombre de triclinium o triclinio.
[3] Esta ciudad ya no existe. Se encontraba en la provincia de Córdoba y hoy se localiza en pedanía de Santa Cruz, junto al cortijo de los Castillejos de Teba.
[4] El codo romano era una medida de longitud que equivalía a unos 44 cm

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