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Se
quedó sola en la casa. Hipia había salido un momento. No tenía muy claro para
qué dado que la palabra que había utilizado no era una de las que conocía: mulgeo[1].
De repente, había comprendido que el idioma que utilizaban estas gentes no era
otro que latín. A los tres o cuatros días de recuperar la conciencia esa
palabra había llegado a su cabeza como cuando se disipa una niebla y aparece de
repente el sol. Latín. Pero no era el suyo. Ella utilizaba otras palabras en su
interior; algunas se parecían, pero la mayoría no. Entendía ya muchos conceptos
que se repetía a sí misma y pronunciaba después con un susurro ronco, que cada
día iba siendo más claro y menos doloroso en su garganta. No se atrevía a
hablar. Ellos la creían aún muda y por ello no le hacían preguntas. Si
descubrían que poco a poco iba recuperando la voz le harían preguntas que no
podría contestar y no sólo porque no entendiera bien su lengua, sino porque
tampoco tendría respuestas.
Cuando Hipia salió, la esclava esperó un
ratito hasta estar segura que no volvía a por algo que se le pudiera haber
olvidado. Contó mentalmente hasta cien mientras seguía limpiando la mesa de los
restos de haber preparado la cena. Esperaban un invitado para cenar con el
dueño y ya estaba casi todo listo. Cuando estuvo convencida de que la joven se
había ido, dejó el trapo doblado en la mesa y salió a explorar la casa. Desde
que estaba allí no la había visto. Sólo conocía la cocina, la leñera y el patio
trasero en el que Hipia cultivaba algunos vegetales y legumbres. El resto de la
domus le estaba vedado. Jamás la
habían dejado sola y por ello esta era la mejor ocasión para inspeccionarla;
quién sabe, quizá encontraba alguna cosa que le hiciera recordar o alguna
respuesta a tantas y tantas preguntas que se arremolinaban en su interior.
Salió de la cocina y tras un corto
pasillo se encontró en una sala rodeada de columnas abierta al cielo de la
noche con un hermoso arriate de flores y plantas en el centro. Era una especie
de patio columnado, muy bonito. Hacía frío e iba descalza, por lo que aceleró
el paso. El suelo era de baldosas y ladrillos que formaban una bonita
combinación en espiga. Por un pequeño acceso llegó a otra especie de patio
interior, el atrio, con una abertura cuadrangular en el techo y una pequeña
fuente de agua en el centro. Salvo por algunas lucernas colocadas en las
paredes cada pocos pasos no había iluminación alguna. Le llamó la atención que no
hubiera ventanas. Las paredes estaban pintadas en colores alegres: ocres,
terracotas… con cenefas muy bonitas recorriéndolas y conformando cuadrículas.
Por lo demás la decoración era muy austera.
Rodeó el atrio llegando, por fin, a un
par de habitáculos que tenían los cortinajes abiertos; dedujo que debían ser
los dormitorios dado que tenían adosada una cama en una de sus paredes
laterales. Casi era noche cerrada ya y la oscuridad prácticamente absoluta. De
uno de los cuartos emanaba un débil resplandor dorado, posiblemente de una
lucerna. Decidió entrar. En el pecho sentía un latido loco, casi doloroso, pero
no se echó atrás. Necesitaba ver y entender por qué se sentía tan fuera de
lugar, tan ajena a ese ambiente en el que vivía desde que despertó. La estancia
era espaciosa y contenía muy pocos muebles; aparte de la cama, un gran arcón de
madera y un sillón de brazos bajos, había una especie de cómoda de madera
pegada a la pared del fondo sobre la que descansaba la lucerna y reposaban
algunos enseres de marfil y metal que, a esa luz tan pobre, no supo determinar.
Pasó la mano por todos y cada uno de ellos y de repente reparó en uno. Era
metálico, quizá de bronce, redondo y con un pequeño puño delicadamente
trabajado. Lo tomó, lo giró y el disco metálico lanzó un pequeño brillo. Un
espejo. Con temblorosa mano lo acercó a su cara y observó su reflejo.
El estrepitoso latido de su pecho se
extendió a su garganta amenazando con asfixiarla.
El bruñido metal le devolvió su imagen.
Unos ojos, una nariz, una boca grande de gruesos labios, una barbilla con un
pequeño hoyo… su rostro. Se pasó la mano por el cabello y la posó después en
las costras que aún permanecían en su ceja, su mejilla y su barbilla.
«Aquel hombre dijo que soy fea y vieja
y…»
—¡Esclava, dónde demonios te has metido!
La voz del hombre enorme, al que llamaban
Urso, la asustó y se volvió. Se le paró la respiración cuando, al girarse por
el temor de que la pillaran donde no debía estar, se encontró a un hombre con
un puñal en una mano dirigiéndose hacia ella; Urso entró hecho una fiera.
Entonces se le cayó el espejo al suelo y sin poderlo evitar, muerta de miedo,
se tapó la cara con los brazos esperando así poder frenar en parte los golpes
que no tardarían en llegar.
Pero no llegaron.
Ambos hombres intercambiaron palabras que
entendió a medias dado que estaba demasiado aterrorizada para concentrarse en
su significado. Lo que no se le escapó fue el tono conciliador del que sostenía
el puñal. Bajó lentamente los brazos, levantó la cabeza y miró frente a sí.
Efectivamente, el desconocido guardó el puñal en la funda que llevaba a su
cintura y, sin apartar la mirada ni un momento de ella, sujetó a Urso por un
brazo. Hablaban de ella, la miraban. Se agachó a recoger el espejo que, para su
sorpresa no se había roto ni abollado, y lo limpió con la manga; sin embargo,
antes de dejarlo en el mismo sitio y posición que lo había encontrado, se echó
un último vistazo.
«Esta soy yo», pensó, satisfecha.
Entonces sí, Urso la tomó por un brazo
con firmeza pero sin violencia y tiró de ella, que no opuso ningún tipo de
resistencia caminando dócilmente a su lado. Estaba donde no debía, la
castigarían casi seguro, así que mejor no empeorar la situación. El extraño debía
ser el dueño al que tantas veces nombraban y que llamaban Marco. La mujer le
observó con curiosidad mientras seguía conversando con Urso. Era un hombre muy
alto y corpulento. Llevaba una vestimenta que no había visto hasta ese momento:
una especie de pantalones que le llegaban hasta la mitad de las pantorrillas,
algo parecido a una falda cuyo borde terminaba a la altura de las rodillas y
una camisa de anillas muy pequeñitas entrelazadas entre sí, metálicas. Sin
pararse a pensar en lo poco oportuno de su gesto lo miró de pies a cabeza y se
detuvo en su rostro: de rasgos marcados, barbilla cuadrada, nariz recta, ojos
de color indeterminado, dada la poca luz del dormitorio, pero oscuros,
enmarcados por unas cejas negras, como su cabello, que llevaba muy corto. Le
pareció un rostro muy atractivo. Presentaba varias cicatrices pequeñas en la
mejilla y la frente, aunque sobre todas destacaba una que le cruzaba el labio
superior de arriba a abajo, fina, antigua, que le daba un aire fiero que no se
correspondía en absoluto con la afabilidad que emanaba de su gesto. Y de sus
ojos. Antes de desaparecer por la puerta siguiendo los pasos de Urso pudo ver
cómo el hombre contenía una sonrisa sin dejar de mirarla. Cuando él ya no podía
verla, ella también sonrió.
La sonrisa se borró repentinamente de sus
labios.
Mientras avanzaba por el pasillo se dio
cuenta de que se referían a ella con una palabra y no podía ser, debía ser un
error. Pero estaba claro que Urso le había llamado serva.
«¿Esclava?»
Ulpio
se recostó en el lectus[2]
con un vaso de vino en una mano y un pastelito de miel en la otra. Dio un
generoso mordisco al dulce y cerró los ojos mientras masticaba con delectación.
—Desde luego –hablaba con la boca llena—,
Hipia cocina como nadie –se rió—. Me la podrías regalar.
Marco estaba tumbado boca arriba, con un
brazo tras la cabeza; la otra mano, que sujetaba su vaso, reposaba con pereza
sobre su abdomen y se movían arriba y abajo al ritmo de su respiración. Ulpio
estaba un poco borracho. Acabó el dulce y se chupó los dedos; entonces se
incorporó bruscamente derramando parte de su bebida en la tela del lectus
y en su toga. Frotó con torpeza con la mano y se limpió los dedos sucios en la
tapicería. Marco abrió un ojo y le observó con los párpados apenas
entreabiertos.
—Claro que si me la regalas –continuó
Ulpio— dejaré a Urso que la visite con frecuencia –explotó en carcajadas
derramando más vino.
—Ulpio, eres asqueroso –Galerio hablaba
aún con los ojos cerrados—. Urso te va a arrancar la cabeza.
—Y tú se lo permitirías.
—Por supuesto.
Ulpio volvió a reír. Se sirvió más vino y
tomó otro dulce de la bandeja. Marco abrió los ojos y se incorporó. También
estaba algo borracho, pero se le notaba mucho menos que a su amigo. Mientras le
observaba masticar se puso serio y tomó aire, aunque inmedia- tamente lo dejó
escapar con un suspiro estridente.
—¿Me vas a decir de una vez lo que
quieres decirme desde hace rato?— Ulpio sonreía aún, pero su gesto era
contenido.
Marco Galerio apuró su vaso y lo dejó sobre la
mesa que había entre los dos lectus. Se cruzó de brazos y miró a su
amigo.
—Marcelo me ha mandado un mensaje.
Ulpio dejó de masticar y su semblante se
puso serio.
—El gobernador va con parte de la XXVIII
a pasar el invierno a Corduba, pero él vuelve con la cohorte que le acompañó a
la Citerior para quedarse aquí, en Hispalis.
Ulpio no dijo nada. Su gesto era
extremadamente grave y se podría decir que se le había pasado de un plumazo la
borrachera. Miraba su vaso como si buscara algo.
—El mensaje me lo envió desde las
cercanías de Castulo y me llegó esta mañana –Marco no apartaba los ojos del
rostro del otro-, por lo que con este tiempo llegará en cuatro, cinco jornadas
a más tardar.
Ulpio dejó el vaso en la mesa, se levantó
y se pasó una mano por la mancha de vino que presentaba su toga a la altura de
su regazo. Con esa luz parecía sangre. Dio unos cuantos pasos y se detuvo, de
espaldas a su amigo y anfitrión, frente a un busto que descansaba dentro una
hornacina excavada en una pared lateral de la sala. Representaba a una mujer
joven de bellos rasgos, el rizado cabello recogido en un alto tocado del que
partía un fino velo que cubría parte del incipiente busto. Era una escultura
hermosa, sin lugar a dudas, y la modestia de su factura no impedía que
presidiera la estancia con la majestuosidad propia de una reina. Ulpio tocó con
su dedo índice el contorno de la nariz de la imagen y se detuvo en sus labios
que dibujó con trazo lento y delicado. Acto seguido posó sus dedos en sus
propios labios y los besó.
Marco, incómodo, ignoró lo que hacía
Ulpio y siguió hablando en la misma postura que estaba desde hacía rato.
—Marcelo quiere que se le reciba con las
tropas formadas y…
—¿Sabes que Fabio Buteo está enterado de
los rumores que señalan a Marcelo como el más que posible candidato a poner fin
de forma violenta a la vida del gobernador?
Su tono era neutro aunque sus palabras
expresaban una tensa ironía. Seguía de espaldas a Marco, observando el busto.
—Lucio Naevio, conocedor de tu extremado
e inexplicable amor filial por un ser tan inefable como es nuestro querido
cuestor –Galerio se puso bruscamente en pie tropezando con la mesa; Ulpio le
ignoró y siguió hablando—, ha tenido la feliz ocurrencia de enviar un mensaje
al legado en el que informa con prolija prosa los datos que le han
proporcionado sus inmejorables espías…
Ulpio se giró y miró a Marco, cuyo rostro
aparecía desencajado.
—…pero como buen y fiel amigo tuyo que
es, en ningún momento ha dejado entender que esta información te la proporcionó
él en tu viaje a Gades –miró a Marco y dibujó una irónica sonrisa—, información
que, en caso de que efectivamente hubieras recibido en Gades de sus labios, tú
no diste en su día a tus superiores y sólo los dioses saben por qué.
Marco Galerio se dejó caer, sentado, en
su lectus sin apartar los ojos de los de su amigo. Le dominaba la ira,
no tanto hacia Ulpio como hacia sí mismo, consciente de que las palabras que le
acaba de decir eran simple y llanamente verdad. Las manos le temblaban con
violencia, por lo que cruzó los brazos y las escondió en sus costados. Ulpio se
acercó a su amigo y se sentó junto a él. Le palmeó un hombro con afecto y le pasó
el brazo acercándolo a sí.
—Mientras que estabas fuera en misión de
exploración, llegó el mensajero. Yo estaba reunido con Fabio, con Atilio… ya
sabes.
Marco asintió y con un brusco gesto se
soltó del brazo de su amigo. Ulpio siguió sentado a su lado.
—Marco, te ha costado mucho llegar a
donde estás para que te la juegues por nadie y mucho menos por alguien como
Marcelo.
—Marcelo me ha ayudado mucho y yo le
tengo un aprecio sincero –su tono era cortante, contenido—. No voy a ayudar a
esos politicastros a que jueguen lanzándose sospechas a la cara y me utilicen a
mí como mensajero. No es esa mi misión. Yo sólo soy un soldado y no aspiro a
otra cosa.
Marco sirvió vino en las dos copas y le
dio la suya a Ulpio, que la tomó, aunque no bebió. Él se bebió en dos cortos
tragos el conte- nido de la suya y se puso en pie. Dio un par de pasos y se
detuvo junto a la hornacina, de frente a su amigo.
—Si las sospechas de Naevio resultan
ciertas, seré el primero que haga lo posible por desenmascarar al traidor, pero
no tiene un nombre concreto y sólo se basa en rumores de viejas. Y eso querido
Ulpio, no es serio.
Ulpio se rió sin apartar la vista de su
vino.
—Desde luego tienes suerte de que Lucio
Naevio te tenga tanto aprecio. Por otro, lado me sorprende tu particular
concepto de lo que supone cumplir una misión y transmitir una información a tus
superiores.
—Ni más ni menos que la que tienes tú.
Ambos se miraron a los ojos y sonrieron.
Por supuesto recor- daron al mismo tiempo la ocasión en que, diez años atrás, a
Ulpio se le encomendó la misión de localizar al primipilo de su legión, que
había salido con una cohorte y no había llegado a su destino; por lo visto se
había desviado junto con varios hombres para ver si localizaban vicus y
aldeas en las que hacerse con alimentos y grano para poder almacenar ante el
incipiente invierno; la cohorte había vuelto al campamento sin ellos. Al día
siguiente regresaron los hombres, pero no el oficial; le habían perdido la pista
en zona de indígenas no amigos y se temía que le hubieran dado muerte. Ulpio
salió, entonces, con varios auxilia a caballo. A los tres días localizó
al primipilo en una aldea lejana, dentro de una cabaña, retozando con un joven
indígena de carnosos labios, sudoroso y feliz, ajeno a toda preocupación. La
versión oficial fue que le habían secuestrado para pedir rescate y que Ulpio
debió ingeniárselas para rescatarlo de las sangrientas manos enemigas. Por
supuesto, el primipilo le estuvo eternamente agradecido por su discreción,
aunque fue una eternidad corta, dado que murió atravesado por un venablo
pompeyano a las puertas de Ategua[3],
sólo tres años después.
—Sí, Marco, supongo que cada uno sabe
cuándo debe guardar silencio. Sin embargo, respecto a Marcelo…
—Guárdate tus opiniones en un buen lugar
–su tono era seco, frío—. Sé perfectamente cual es tu opinión respecto a
Marcelo.
En ese instante entró Hipia para recoger
la bandeja de dulces medio vacía y sustituirla por otra llena. El ambiente era
tenso y la joven lo notó al momento. Retiró la jarra de vino y puso otra en la
mesa. Sólo tardó un instante y se fue tan silenciosa como llegó. Ulpio se
sirvió vino nuevamente. Bebió un pequeño sorbo y miró a Marco que se había
girado y observaba en silencio el busto de la joven en la hornacina. Decidió
cambiar diametralmente de tema. Ambos habían cenado en un agradable ambiente de
amistad y cercanía casi fraternal. Años atrás eso era algo habitual; se habían
criado juntos y desde siempre habían sido mucho más que amigos, mucho más y
todo se estropeó tan rápido… No, esos días ya lejanos nunca volverían, pero esa
noche Ulpio tenía la sensación de que las heridas podrían estar definitivamente
cicatrizadas y que, si uno no se fijaba mucho en ellas, apenas se verían. Le
costaba asumir el aprecio que Marco sentía por el cuestor Marcelo, sin embargo
debía respe- tarlo, se dijo, aunque le costara la vida. Le era mucho más
valiosa la amistad que un día estuvo a punto de perder para siempre.
Mejor cambiar de tema. Sonrió.
—¿Vas a liberar a la mujer que trajiste
de Gades?
Marco se volvió lentamente y se acercó a
la mesa.
—¿Por qué iba a hacer algo semejante?
—Urso me contó que sospechabas que se
trataba de una mujer libre que había sido robada por ese comerciante.
—Las sospechas no fueron mías, sólo lo
sospechaba él. Pero tal como se comportaba aquél individuo, me di cuenta de
que, efecti- vamente, había algo sucio.
Ulpio hizo un gesto interrogante con los
hombros y las manos que Marco interpretó como «¿y por qué la compraste,
entonces?»
—La compré porque me daba pena, porque
ese hombre la tenía en una jaula como un perro sarnoso y porque moriría en
breve si la dejaba en ese estado.
—Pero la mujer se ha recuperado.
—Sí, esta misma tarde la he encontrado
curioseando en mi habitación y me he quedado sorprendido de tan enorme mejoría
en tan poco espacio de tiempo.
Galerio se acercó al lectus vacío
y con un enorme suspiro se dejó caer, tumbándose boca arriba con un brazo tras
la cabeza y el otro en su pecho.
—¿Habla ya?
—No
—¿Qué vas a hacer con ella?
—¿Es que debo hacer algo? –Se giró y se
puso de lado, de cara a Ulpio-. Esperaré que se recupere y hable, si llega a
hacerlo algún día, y si me demuestra que es una mujer libre pues la liberaré.
Mientras tanto, que ayude a Hipia que últimamente está muy seria y agobiada.
Ulpio rió a carcajadas.
—Hipia está agobiada estos días porque
está celosa de la nueva.
Marco levantó las cejas en un espontáneo
gesto de sorpresa. Ulpio continuó:
—Sí, está celosa porque no entiende el
motivo por el cual Urso te pidió que la compraras.
—¡Por Júpiter, esa mujer es la última
cosa en este mundo que debería preocupar a Hipia! La esclava era un despojo
cuando la sacamos de Gades. Se ha recuperado mucho en estos días, pero no creo
que por mucho más que se reponga llegue a ser capaz de atraer a nadie y, menos
aún, de hacer sombra a Hipia. Es poco más que un bicho.
Ambos rieron. Entre carcajadas se
sirvieron más vino y bebieron. Ninguno de los dos se dio cuenta de que
escondida tras las cortinas, la nueva esclava escuchaba y lloraba en silencio.
Transcurrieron
dos días. La esclava había comenzado a ayudar a Hipia en tareas sencillas y su
ayuda le permitía a esta última estar menos atareada con sus obligaciones
domésticas, disponiendo de más tiempo para poder dedicarse al trabajo que más
le gustaba: laborear en su huerto. En el patio trasero, al lado del horno para
cocer el pan, disponía de un pequeño terreno de unos cuarenta y cinco codos de
largo por unos veintiocho codos de ancho[4]
donde cultivaba zanahorias, cebollas, acelgas, lechugas, pepinos, calaba-
cines, lentejas y garbanzos, según la temporada. Más allá, se extendía un
pequeño trozo de tierra sin laboreo en el que había varios árboles frutales:
manzanos, higueras y perales y, unos pies más allá, la muralla que delimitaba
el patio trasero dentro de una propiedad más amplia. Al haber sido un terreno
deducido inicialmente en las afueras de la ciudad se incluía un generoso
terreno muy cercano a un arroyo que les abastecía de agua corriente y les
proporcionaba un estupendo rincón donde poder realizar la colada. Varias ovejas
y cabras, propiedad de la casa, ramoneaban en los pastos pegados al muro y una
casita de pastor se ubicaba al límite de la linde de la propiedad. Era un
terreno magnífico, casi como una villa pequeña.
Hipia había comprobado que la nueva
esclava se apañaba muy bien con las tareas manuales y le confiaba todas las que
podía, ocupándose ella de organizar y de supervisar, aunque la comida de la
jornada seguía siendo su única responsabilidad. Con el paso de los días,
entendió con satisfacción, que Urso no sentía ningún tipo de atracción por la
nueva, que cuando la vio se había sentido dominado por una enorme pena,
recordándole a él mismo cuando llegó de tierras egipcias, encadenado con
gruesas cadenas en manos, pies y cuello, enfermo y asustado. «Te podría decir
que esta mujer me gritó pidiéndome ayuda, que la escuché dentro de mi cabeza
–le explicó Urso—, pero sé que eso es una estupidez». La habían robado de algún
lugar, tal como hicieron con él mismo, y recurrió al amo para que pusiera en su
lugar al comerciante. Sí, Hipia había comprendido que su amado sólo había
intentado ayudar a alguien menos afortunado que él y que su pasión por ella no
se había resentido lo más mínimo. Hipia sonrió al recordar la noche pasada
entre sus poderosos y cálidos brazos, cómo los labios de Urso la habían
recorrido y la habían besado en esos sitios que a ella tanto le gustaban. Se
estremeció de placer y sintió cómo su loco corazón le cortaba la respiración y
le latía entre las piernas.
Suspiró intentando centrarse en su labor;
le quedaban aún muchas cosas por hacer, debía dejar preparada la tierra,
liberarla de las malas hierbas, retirar las viejas raíces y mezclarla con bosta
de vaca antes de plantar. Miró al cielo; el sol estaba alto y radiante, aunque
al oeste aparecían gruesas nubes que amenazaban lluvia, por lo que debía darse
prisa si no quería que el agua impidiera su labor. Arrodillada en el suelo,
cogió una pequeña hoz y comenzó a cortar los viejos hierbajos. Una raíz enorme
se enganchó en el extremo del instrumento. Hipia tiró, pero la afilada punta no
conseguía cortarla. Debía ser muy gruesa. Era necesario cortarla y tirar de
ella para arrancarla y dejar la tierra limpia. Apoyó la mano libre en el suelo,
dejó caer todo su peso sobre el brazo que sostenía la hoz hundiéndola más en la
tierra y después tiró con ambas manos del mango del instrumento, utilizando
nuevamente el peso de su cuerpo como contrapeso. La hoz consiguió, por fin,
cortar la raíz pero salió disparada, su filo cortó la lana de su túnica y se
clavó en su muslo izquierdo, en su parte lateral externa. Hipia vio lo que
había pasado antes de sentir ningún dolor. Reaccionó soltando el instrumento
cuyo curvado filo quedó enterrado en su carne. Se llevó las manos a la cara y
gritó. Gritó con todas sus fuerzas.
La
esclava estaba amasando varias piezas de pan en la cocina. Había dejado seis
piezas de masa redondeada reposando bajo un paño de lino húmedo. El horno
estaba tomando temperatura y en poco tiempo empezaría a introducirlas para
cocer la masa. Le encantaba realizar este tipo de tareas simples mientras en
susurros repetía las palabras que conocía en latín, construyendo frases
sencillas; en la casa aún no la habían escuchado, pero su voz cada día era
menos ronca. Sí, poco a poco fue comprendiendo que no le era una lengua del
todo ajena que, de alguna manera, la conocía y tenía la sensación de que quizá
había llegado a hablarla con anterioridad. A su mente afloraban cosas
superficiales, imágenes fugaces, rostros, sin embar- go, por mucho que se
esforzaba no llegaba a recordar su nombre y sin nombre no era nadie. La noche
que había entendido que «esclava» era el término con el que se referían a ella
y lo que eso suponía en su situación, recordó la quemadura que tenía en el
brazo; ahora ya sabía lo que esos signos grabados en su piel suponían: la
habían marcado; esa noche se durmió arrancándose las costrillas de la
quemadura, que ya le picaban en la piel. Por la razón que fuera, había llegado
a esta lamentable situación, aunque ella estaba convencida de que era una
persona libre, que aunque su pasado aún era un borrón oscuro en su cabeza, ella
era una mujer libre. Mientras llegaba el día en que pudiera recuperar su vida,
asumía que no tenía nombre y se resignaba a responder, a obedecer, cuando
alguno de los de la casa la llamaba serva.
Terminó con la última pieza, le realizó
dos cortes en forma de cruz con el cuchillo en su redondeada superficie y la
espolvoreó con harina, cubriéndola por fin con el paño, al lado de las demás.
Dejó la bandeja con las siete piezas de pan sobre una repisa de ladrillo cerca
de la puerta, un lugar fresco mientras reposaban y limpió la mesa con un
estropajo de esparto y cenizas. Limpiaba, finalmente, la mesa con un paño
mojado en vinagre cuando escuchó un grito procedente del patio y, luego, otro
grito más. Salió corriendo al patio lo más rápido que pudo, evitando colocar el
pie lesionado en una mala postura que le provocara una punzada de dolor y le
hiciera trastabillar. Se encontró a Hipia sentada sobre sus piernas, las manos
en la cara, llorando y gritando. La esclava no conseguía ir más rápido de lo
que sus pies le permitían, pero cuando no le faltaban más de nueve o diez pasos
vio la sangre. Entonces corrió a toda velocidad ignorando su propio dolor.
Ayudó a Hipia a tumbarse, lo que le costó
un gran esfuerzo porque la joven se agarró a su cuello con fuerza intentando
levantarse mientras gritaba hasta desgañitarse. Se soltó de sus manos y la
obligó a recostarse.
— ¡Tranquila, tranquila! —dijo en latín.
Hipia obedeció y se volvió a cubrir la
cara con las manos sin dejar de gritar. La esclava le puso una mano en los
labios mientras con el índice de la otra se cruzaba sus propios labios, al
tiempo que chistaba con suavidad. La joven apartó sus manos y miró entre ellas;
nunca había visto ese gesto, pero lo entendió y sin poder explicarse por qué,
obedeció y se calló, aunque las lágrimas no dejaban de rodar por su rostro. Su
respiración era agitada y entrecortada e intentó, con todas sus fuerzas,
tranquilizarse. Sudaba profusamente por el dolor y por el terror que la
dominaba, su rostro estaba blanco y sus labios, azulados. La esclava observó
rápidamente cómo del muslo izquierdo sobresalía la punta y el mango de lo que
supuso era una hoz; salía sangre, pero el propio instrumento ejercía de tapón y
la hemorragia estaba bastante contenida. La pierna temblaba casi con vida
propia, en un baile intenso. Hipia agarró a la mujer del brazo. Ésta se soltó
con suave determinación.
—No –le dijo—, deja hacer.
Su voz le sonó ronca, extraña. Si Hipia
se sorprendió de que hablara de repente, no estaba en condiciones de
demostrarlo.
—¡Esclava, sal a buscar a Urso! –le gritó
Hipia angustiada.
—¡No, yo puedo!
La mujer cortó una gruesa y larga tira de
su túnica; la estiró entre sus manos comprobando la resistencia que podía
tener, la colocó doblada sobre su hombro y, seguidamente, rasgó la túnica de
Hipia hasta la altura de las ingles. Ésta, entre sollozos, profirió un grito
más por la sorpresa que porque el inesperado movimiento le hubiera ocasionado un
nuevo dolor. Seguidamente la esclava tomó la ancha banda de tela y se la pasó
por el muslo cuatro dedos por encima de donde tenía la herida, le dio dos
vueltas y sin previo aviso apretó. Hipia grito llena de horror por el intenso
dolor que la recorrió entera como un latigazo, su cuerpo se sacudió y perdió el
conocimiento. La esclava le giró la cabeza hacia un lado, le abrió la boca, le
bajó la lengua asegurándose de que la joven respiraba sin dificultad y siguió
sujetando la banda de tela que apretó hasta que dejó de salir sangre. Le hizo
un par de nudos y la cortó. Anudó el trozo que le sobró en el mango y en la
punta de la hoz que sobresalían de la carne del muslo, sujetándola al primer
trozo de tela que había atado alrededor del muslo. Así se aseguraba de que no
se soltaba de donde estaba cuando consiguiera moverla. El efecto de tapón que
ejercía la hoja de la hoz sobre la herida era en ese momento más beneficioso
que perjudicial. Se limpió las manos en su propia ropa, se levantó y se dirigió
lo más rápido que pudo a la casa. Al traspasar la puerta de la cocina se
tropezó con Urso, chocando con él y cayendo al suelo.
—¡Qué demonios…!
La mujer se puso de pie con sorprendente
agilidad y tomó a Urso de una de sus manazas tirando de él, que se soltó con un
brusco gesto.
—¡Mujer, no me hagas eso…!
—¡Hipia… herida… patio! –le gritó, ya
casi afónica nuevamente.
Urso comprendió al instante y reaccionó
tres pasos por detrás de la mujer, que ya corría nuevamente al patio hacia
donde se encontraba Hipia. Se arrodillaron ambos junto a la joven. Él se llevó
las manos a la cara al tiempo que gritaba su nombre. Fue sólo un instante de
duda; enseguida fue a cogerla de cualquier manera para entrarla en la casa,
pero la esclava le tomó de un brazo nuevamente, sujetándole con fuerza.
—¡No! –le gritó.
Urso levantó la mano con intención de
pegarle en el rostro. Ella le volvió a coger y con un tono de voz extraño le
dijo:
—¡Por favor, escucha! –Tosió— Yo sé –se
señaló—. Puedo curar y salvar.
Él la miró sorprendido a los ojos. Su
cabeza le gritaba que le diera un bofetón a esa desgraciada y la quitara de en
medio para poder llevar a su querida Hipia a la casa. Sin embargo, sus ojos se
fijaron en el trabajo que esa mujer había realizado, en cómo le había cortado
la hemorragia y le había sujetado lo que tuviera clavado en la carne del muslo
para que no se desangrara. Había estado en muchas batallas, había visto a miles
de heridos en las guerras atravesados por flechas, por espadas, desmembrados.
Esta mujer sabía lo que hacía.
Miró a la esclava a los ojos, unos ojos
que le gritaban que la dejara hacer, que ella sabía cómo evitar que Hipia se
muriera desangrada. El latido de su pecho le resonaba en los oídos, su garganta
luchaba por tomar aire y el miedo no le permitía bregar contra la determinación
de esta chiflada.
—¡Dime cómo!
La esclava le hizo gestos y le tomó las
manos colocándolas en los sitios adecuados para poder elevar el cuerpo de Hipia
con el menor riesgo posible.
Urso la tomó por las caderas y por el
tronco mientras la esclava sujetaba con extremo cuidado el muslo herido y la
otra pierna. La elevaron a una cuando la mujer indicó. Sincronizaron los pasos
y, muy lentamente, lo que a ambos se les hizo una eternidad, llegaron por fin a
la cocina. La esclava hizo un gesto con la cabeza señalando la mesa y con
delicadeza depositaron a una inconsciente Hipia. Tras colocarle la cabeza de
lado y revisar su boca y su lengua, la mujer tomó dos ollas que tendió a Urso.
— Mucho
agua, mucha.
Urso salió como una exhalación a por
agua. Mientras, la mujer avivó el fuego de la cocina. Buscó, donde sabía que
había, aguja e hilos; localizó tres cuchillos afilados y buscó lienzos limpios.
El esclavo apareció con los recipientes llenos a rebosar de agua que ella
repartió en tres ollas más pequeñas. En cuanto empezaron a hervir metió los
cuchillos y las agujas en uno de ellos, sujetos con hilos que dejó colgar por
el borde del recipiente, y echó un generoso puñado de sal, en otro. El último
lo dejó hervir a borbotones sin añadir nada.
Urso recordaría siempre lo que vio
aquella mañana y comprendió que la esclava no era una mujer vulgar ni ignorante
ni nada de lo que había elucubrado en las semanas que habían transcurrido desde
que la encontró atada como un animal en el interior de una jaula en el puerto
de Gades. Esa mujer estaba acostumbrada a hacer lo que hizo ese día. Sus
movimientos estaban predeterminados, todo estaba calculado; no dudó un solo
instante ni se detuvo un momento a pensar ni se azoró por la enorme cantidad de
sangre en las ropas de Hipia ni se arredró ante la enorme herida de enormes
labios en la tierna carne del blanco muslo.
Tras lavarse con profusión sus propias
manos con agua de sal y vinagre, lavó con cuidado y escrupulosidad el muslo en
el que estaba clavado el objeto. Cortó otra banda de tela ancha y larga y la
colocó cerca de la rodilla atándola de la misma forma que la primera, pero al
otro lado de la herida. Retiró la tira que sujetaba el mango y la punta de lo
que a Urso le pareció una hoz. Le obligó con un gesto a lavarse las manos con
vinagre tal como antes había hecho ella. Doblo un pedazo de lienzo de lino
limpio y se lo colocó en la mano, le dirigió al borde de la herida y ordenó:
—¡Aprieta! –le miró intensamente—
¡Fuerte!
Obedeció.
Limpió. Tomó un cuchillo de la olla
sacándolo del hirviente líquido gracias al cordón que antes le había atado y lo
metió entre las brasas. Cuando la hoja estuvo roja, lo retiró. Metió uno de sus
dedos en la herida y Urso ya no vio más. Le ordenó que retirara su mano y
aplicó la punta del cuchillo en algún lugar de la herida. Un desagradable olor
a carne quemada invadió la cocina. Volvió a poner el cuchillo entre las brasas.
Colocó una pieza pequeña de lienzo impregnado en agua de sal en el lugar que
acababa de quemar y movió la hoz hacia el otro lado. Un vez más, Urso debió
apretar en un punto de la herida. Nuevamente el cuchillo al rojo se dirigió a
un desconocido punto entre los dedos de la mujer y lo aplicó en la carne sólo
un instante; nuevamente ese olor. Desechó el cuchillo y colocó otra pieza
húmeda de lino donde había quemado. Ordenó:
—Aprieta.
Urso apretó ambos trozos de tela y ella,
lenta pero con decisión, retiró la hoz. Salía sangre aunque no en gran
cantidad. A un gesto de la mujer, apretó ambos lienzos más aún sobre la herida,
mientras ella sacaba de la olla hirviente otro cuchillo que colocó entre las
brasas de la cocina. Cuando se puso rojo, lo retiró. Un gesto de sus ojos
indicaron a Urso que retirara los lienzos. Obedeció. Ella observó con ojo
atento el fondo de la herida y aplicó las dos caras del cuchillo en ambos
bordes de la misma, pero sólo en los puntos que sangraban con extrema pericia
para no tocar el resto de tejido. Otra vez, más ese olor. Lo retiró y de la
herida no salía ya más que un hilillo de sangre en uno de sus extremos. Nueva
aplicación de la hoja al rojo en el punto sangrante y la sangre cesó. Sonrisa
de triunfo de la mujer, que Urso imitó.
Con mucho cuidado retiró el torniquete
más cercano de la herida, el primero que colocó. No pasó nada. El suspiro que
soltó la mujer le indicó que había contenido la respiración durante tan
delicada maniobra. Se dirigió al otro torniquete que no retiró; lo aflojó, la
mujer contó hasta cien y lo volvió a apretar, aunque esta vez menos fuerte. La
esclava entonces apretó sus dedos en
varios puntos de la pierna y el tobillo de Hipia, como buscando algo.
Asintió en silencio satisfecha. Limpió con abundante agua de sal, primero, y
con vinagre, después, el fondo de la herida, hasta que quedó completamente
limpia, sin resto alguno de tierra u óxido. Sacó las agujas de la olla con el
agua hirviendo, tomó los hilos y pasó a coser la herida. Lo hizo en dos veces,
a dos niveles. El más profundo con hilo continuo de un lado hacia el otro,
dejando los extremos fuera. Nueva limpieza con agua de sal y vinagre. Los más
superficiales, de uno en uno, pasando el hilo con la aguja por los dos bordes
de piel y atando los extremos con un giro extraño de sus dedos, que daban como
resultado un nudo recio y seguro. Cuando terminó el costurón estaba sujeto por
unos veinte nudos; en las comisuras de la herida sobresalían los extremos del
hilo interior y un pequeño trozo de lienzo que había introducido tras hervirlo
en agua de sal y escurrirlo bien. Retiró, por fin, el torniquete que quedaba,
limpió nuevamente todo, le puso una pequeña capa de miel y lo cubrió con un
vendaje ajustado. Hipia se removió y abrió los ojos.
—Necesita dormir –dijo.
Urso asintió. La cogió con extrema
delicadeza, procurando que el muslo herido no se moviera y se la llevó a su
cuarto. La casa era muy grande y, pegada a la pared del horno, había una
pequeña habitación que utilizaban en invierno para vencer el frío aprovechando
el calor que aquél emanaba. Se la llevó en silencio. En brazos del enorme
esclavo Hipia parecía una pequeña muñeca.
La mujer limpió la mesa y todos los
utensilios que había utilizado con el agua hirviente que había reservado. Sabía
que acababa de salvarle la vida a Hipia, aunque la herida no era tan profunda
como se había imaginado en un principio ni la hoja de la hoz había seccionado
grandes vasos. Pero si no hubiera recibido asistencia adecuada de forma inmediata
la hemorragia habría sido suficiente para arrebatarle la vida. Ahora, lo
importante era evitar la infección, aunque la esclava creía que podría utilizar
los medios a su alcance para que no llegara a suceder tan nefasta complicación;
su inmediata actuación no había dado tiempo a que se creara el medio adecuado
para ello, aunque la hoz estaba muy sucia de tierra y herrumbre. Todos estos
pensamientos fluían por su mente con total normalidad. Sabía qué se iba a
encontrar cuando retiró la hoja de la hoz, cómo eran los vasos sangrantes,
dónde debía presionar, qué debía hacer, qué debía vigilar… era algo que sabía a
la perfección. De repente un montón de imágenes se agolparon en su cabeza:
vísceras, abdómenes abiertos, tórax, cavidades, instrumentos, huesos pálidos y
rosados… fue sólo un instante pero se quedó aturdida. Sus manos temblaron y
ella las miró como si no le pertenecieran.
Un relámpago rompió el cielo que se había
cubierto de gruesas nubes. Diez latidos de su aturdido corazón y un trueno
crujió en el aire, dejando tras de sí un absoluto silencio. La mujer se acercó
a la puerta del patio. El ambiente era gris, casi espeso bajo las plomizas
nubes; era cerca de mediodía y parecía que estaba a punto de anochecer. A su
izquierda vio la bandeja con las formas redondeadas de las masas de pan bajo el
lienzo de lino. «He de meter estos panes a cocer», pensó. Tomó la bandeja y
salió al patio. Mientras introducía las piezas en la abrasadora piedra y unas
gigantescas gotas de lluvia mojaban la parte trasera de su túnica, tuvo la
absoluta certeza de que ella podría dudar de muchas cuestiones con respecto a
su identidad, podría tener su propio nombre arrebujado en algún rincón de su
dolida memoria, pero de lo que ya no tenía ninguna duda, ninguna, era de que ella
no había sido jamás una esclava.
[1] Ordeñar
[2] Mueble en forma de lecho en el que los romanos se recostaban para
comer. Su “comedor” recibía el nombre de triclinium o triclinio.
[3] Esta ciudad ya no existe. Se encontraba en la provincia de
Córdoba y hoy se localiza en pedanía de Santa Cruz, junto al cortijo de los Castillejos de Teba.
[4] El codo romano era una medida
de longitud que equivalía a unos 44 cm
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