Llegó
a la esquina. Vio que el autobús estaba aún en la parada y subía el último
pasajero. Salió corriendo y cruzó la calle por el paso de cebra a grandes zancadas.
El conductor del autobús cerró las puertas casi en sus narices, pero ella
golpeó con los nudillos en el cristal y consiguió que el hombre la mirara. Ella
sonrió y ladeó la cabeza insinuando una súplica. El conductor se ablandó y
abrió, arrancando nuevamente justo cuando Manuela había puesto el pie en el
primer escalón. Mostró la tarjeta del abono transporte que el hombre ni se
dignó en mirar al tiempo que musitaba un sincero agradecimiento porque le
hubiera abierto la puerta. Supo que lo tenía ganado cuando la miró; los que no
se paran aunque tengas las narices pegadas al cristal hacen como que no te ven
y siguen su camino.
Manuela se guardó la tarjeta del abono
transportes en el bolsillo trasero del vaquero y avanzó hasta los asientos
posteriores del autobús, que iba medio vacío, sentándose al lado de la
ventanilla con un suspiro.
Había dudado mucho en coger el coche para
ir a recoger a sus hijos a la estación de Atocha, pero en el último momento
optó por el autobús. Se decidió porque en la estación sería imposible aparcar
un domingo por la tarde en hora punta y en el 54 llegaría cómoda y rápidamente
sin necesidad de trasbordo. La vuelta sería mejor hacerla en metro porque,
aunque pocas, los niños traían maletas y los conductores de la EMT ponían
siempre muchos reparos en subir según qué bultos. Además, conociendo a Gonzalo
seguro que traería una buena remesa de piedras y fósiles que abultarían lo
suyo.
Sonrió al recordar el rostro de su hijo
mayor, sus enormes dientes, su cara de niño grande, lo serio que se ponía
cuando le explicaba cómo un bicho de características inverosímiles que había
vivido decenas, cientos de millones de años atrás, había llegado a
transformarse en un trozo de piedra.
Su pequeño genio.
Había enviado a sus hijos a regañadientes
a casa de su tía política que vivía en un pueblo de Huesca. No le había
resultado fácil acceder a tal viaje por dos motivos: no le gustaba que
perdieran colegio y no le gustaba que viajaran solos. Por lo primero se
preocupó lo justo, dado que sólo habían perdido dos días y estaban empezando
aún las clases del nuevo curso. Por lo segundo se preocuparía siempre, aunque
su hijo Gonzalo era ya un jovencito de quince años que sabía cuidar muy bien de
sus dos hermanos, Julio, de diez y Elena, de seis. La mujer de su tío paterno
Manel, que había muerto hacía ya más de un año, le había pedido que dejara ir a
los niños a ver su nueva casa rural ubicada en un pueblo del Pirineo Aragonés.
Evelina, que ese era su nombre y la única familia que le quedaba sin contar a
sus hijos, le aseguró que no debía preocuparse; ella se desplazaría y recogería
a los niños en la estación de Huesca y los devolvería en el mismo sitio. Sólo
tenía que enviarlos en el AVE, medio bastante seguro en el que las azafatas se
ocuparían de ellos. Manuela también estaba invitada, pero su negocio le impedía
ausentarse por esos días por lo que tras semanas de ruegos y lamentaciones por
parte de su tía y de sus hijos, accedió. Ya había privado a sus hijos de
demasiadas cosas y suponía que había llegado el momento de empezar a darles
alas, sobre todo a Gonzalo que sonrió como un adulto, satisfecho y orgulloso,
cuando supo que sería responsable de sus hermanos por unos días. Manuela no
tuvo ninguna duda de que lo haría muy bien y compró los billetes de AVE con la
esperanza de que sus pequeños disfrutaran de unos días estupendos en el Pirineo
oscense, rodeados de naturaleza y aire limpio, acariciando caballos y vacas,
dando de comer a los pollos. La vuelta la reservó saliendo desde Zaragoza, ya
que la tía Evelina a última hora decidió que los llevaría para que vieran la
que fue la sede de la Expo 2008.
Miró por la ventanilla. Le encantaba ir
en autobús y ver la ciudad, la gente. Estaban a principios de octubre y aún, de
forma extraña, hacía buen tiempo. Disfrutaría de esta pequeña tregua que, era
muy consciente, no duraría mucho. En Madrid el frío solía llegar bruscamente,
sin avisar. Las hojas de los árboles iban tapizando las calles poco a poco
ayudadas por el viento, pero eran las cinco y media de la tarde y aún se podía
ir con una camiseta de manga corta. En cuanto se fuera el sol sería necesario
ponerse un jersey, pero la tarde estaba magnífica. Embelesada, observando los
escaparates de tiendas cerradas, bares y gentes ir y venir por la avenida de la
Albufera, se hizo un plan mental para lo que le restaba de día:
Recoger a los niños en la estación y
llevarlos a casa.
Conseguir que se bañaran en un tiempo
prudencial mientras ponía la mesa para la cena que había dejado ya preparada.
A las ocho llamar a Paloma para ver cómo
iba todo.
Con un poco de suerte todo iría bien, los
niños se acostarían pronto y podría sentarse en el sofá a ver la película de
video que le había prestado Carmela, esa de la adolescente que se había quedado
embarazada… «cómo era el título…»
El autobús se lanzó como una exhalación
por el carril bus de la avenida Ciudad de Barcelona y la recorrió sin pararse
en ninguno de los semáforos en ámbar, ya en rojo cuando el vehículo los sobrepasaba
a toda velocidad. El monumento de cristal en memoria de las víctimas 11-M la
recibió solemne, presidiendo la Glorieta de Atocha. Manuela no pudo evitar un
escalofrío, un pellizco en el corazón, una congoja en el alma por lo que esa
montaña hueca de cristal representaba.
«Juno, el título de la película
que me ha prestado Carmela es Juno»
El autobús rodeó la glorieta y el
monumento y se detuvo por fin en la última parada, casi a las puertas de la
estación del AVE. Manuela bajó. Se dirigió a la entrada mientras miraba el
enorme reloj enmarcado en ladrillo rojo: las seis menos cuarto. En diez minutos
llegaría el tren procedente de Zaragoza. Entró en la estación y un desagradable
bofetón de humedad y calor procedente del microclima del interior la recibió
cuando pasó las puertas giratorias. Se lanzó por las rampas mecánicas hasta la
planta más baja y miró las pantallas de información para ver en qué anden
entraba su tren. Se dirigió con paso tranquilo al extremo izquierdo del gran
vestíbulo de hormigón y acero y esperó pacientemente. A las seis en punto, los
altavoces anunciaron que el tren procedente de Zaragoza entraba ya en su vía.
Manuela sonrió.
Estaba
sorprendido. En algo más de seis años los trenes habían cambiado tanto que parecía
cosa de magia. El Talgo que habitualmente solía coger para ir a Málaga, una
carraca vieja y bamboleante que hacía el recorrido en unas exasperantes cuatro
horas, se había convertido asombrosamente en un moderno AVE que seguro que
hacía el mismo trayecto en la mitad de tiempo.
Se paseó por el andén y siguió
curioseando perezosamente. Debía esperar la llamada. Le dijeron a las seis; ya
pasaban cinco minutos y el móvil no sonaba. Sonrió al recordar la cara del
funcionario de prisiones cuando le dio sus pertenencias, aquellas que le
requisaron a su llegada a Morón por considerarlas no adecuadas o peligrosas y
observó que entre una cartera vieja de cuero marrón con los cantos metálicos,
unas gafas de sol de ostentosa montura metálica pasadas de moda, un bolígrafo
de plata y varias gilipolleces más que jamás podría considerar como propias, se
encontraba una llave que alguien había puesto ahí de forma oportuna. Estaba
claro que los suyos se las arreglaban bastante bien para hacer aparecer en su
caja y en los registros lo que hiciera falta. Funcionarios corruptos los había
en todas partes, sólo había que saber encontrarlos; el dinero era capaz de
doblegar las voluntades más férreas. Y a éste se le veía muy contento,
satisfecho por el negocio.
Desde la cárcel de Morón se fue
directamente a Sevilla, a la estación de Plaza de Armas; allí sacó un billete
para el Socibus que salía por la
mañana. Durmió escondido junto al río hasta la madrugada y, tras engullir
rápidamente un bocadillo que sacó de una máquina expendedora, tomó el autobús
que le llevaría a Madrid. Durmió casi todo el traqueteante trayecto. Llegó a la
Estación Sur sobre las tres y media y desde ahí fue andando a Atocha. La llave
que encontró en la caja con sus supuestas pertenencias en la prisión le
permitió abrir una taquilla de la consigna donde encontró varias de sus más
preciadas pertenencias «mi cinturón» en una mochila de cuero, dinero y la
documentación que le proporcionaba una nueva identidad, a parte de un móvil
nuevecito con la batería llena, un cargador y una breve nota con el pin
del aparato y una simple indicación: esperar a que le llamaran a las seis en
punto para recibir nuevas instrucciones. Sí, se habían tomado muchas molestias,
pero él era alguien importante, alguien de peso y los suyos harían lo que fuera
necesario para ayudarle a desaparecer. Ya habían dado el primer y más
importante paso antes de su llegada a Morón, seis años atrás. Por un acto
reflejo se frotó las palmas de las manos, las yemas de los dedos. Sí, trabajaban
bien, pero le necesitaban, él era alguien muy valioso. No se movían impelidos
por la generosidad, precisamente.
Sacó el móvil del bolsillo superior de su
cazadora vaquera y comprobó una vez más, la décima, que tenía suficiente
batería y que había cobertura. Hizo una mueca, satisfecho y lo volvió a guardar
en el mismo sitio.
Se colocó mejor la mochila al hombro y se
acercó a las pantallas de información. El altavoz de la estación campanilleó y
la voz almibarada de una mujer informó en español y en un perfecto inglés que
el tren procedente de Sevilla-Santa Justa estaba entrando por el andén 4. Miró
hacia el acceso que daba a dicho andén y vio un remolino de personas que
esperaban la salida de los viajeros procedentes de Sevilla. Su ojo experto detectó
a un hombre alto y fornido, vestido con chaqueta oscura y vaqueros, los brazos
cruzados, que aguardaba a que alguien bajara de ese tren. Estaba seguro que el
pequeño bulto que le resaltaba a un lado de la chaqueta debía ser su arma
reglamentaria. «Un poli», pensó. Se pasó la mano por
el cabello, que se había rapado varios días antes de salir del trullo, se
ajustó las gafas de sol supermodernas que había encontrado en la taquilla y se
alejó varios pasos al tiempo que paseaba la mirada por el enorme vestíbulo
repleto de gente que iba y venía con caras de tener prisa, de tener un sitio a
dónde ir. Una pareja de policías nacionales caminaba en su dirección, uno de
ellos con una prominente barriga. Se le aceleró el corazón y a punto estuvo de
esquivarlos y salir echando hostias, pero respiró hondo y continuó su
cadencioso paso, lanzando de vez en cuando miradas a las pantallas de
información, como si esperara algo. Los polis pasaron de largo sin reparar en
él y se perdieron tras una puerta que
abrieron con una llave. Debía reconocer que estaba algo oxidado y falto de
actividad. Tenía que ponerse las pilas y pronto, recuperar su frialdad. Parecía
un novato imbécil. Debía recobrar y pronto el aplomo y la calma que le hicieron
ser de los mejores. «El mejor»
El
timbre agudo de un teléfono le sobresaltó. El aparato que llevaba en el
bolsillo vibró y se iluminó al tiempo que el sonido aumentaba de intensidad a
cada nuevo campanilleo. La costumbre le hizo observar atentamente a su
alrededor antes de abrir el teléfono móvil y apretar el botoncito verde. Se
acercó el aparato a la oreja y escuchó. Unas breves instrucciones y se cortó.
Devolvió el aparato a su bolsillo, se ajustó la mochila y salió del vestíbulo
de llegadas de la estación. Un río de gente en ambos sentidos le recibió en el
amplio pasillo de la estación en el que se encontraban todos los comercios.
Giró a la derecha y se dirigió al metro. Sonriendo se pasó la mano por la cara.
No se había acostumbrado aún a llevar barba y le picaba. Ya había empezado todo
a rodar. Sus amigos le darían trabajo y alojamiento. Tendría dinero y
recuperaría la vida que perdió algo más de seis años atrás «aunque podrían
haber sido más, muchos, muchos más». Todo iría bien y, si sus planes salían
como tenía pensado, en un mes, quizá menos, estaría de nuevo fuera de España,
en su país, en el que siempre sintió como su casa.
Pero antes tenía algo que hacer. Antes
tenía una cuenta que saldar.
En una máquina dispensadora sacó un bono
de diez viajes para metro y autobús que pasó rápidamente por el torno que
controlaba el acceso a los andenes del metro. Un convoy estaba en el andén, las
puertas abiertas mientras los pasajeros entraban y salían de los vagones. Echó
a correr al tiempo que el conductor del metro hacía sonar el silbato que
indicaba que las puertas de los vagones se iban a cerrar ya. Un siseo seco y
las puertas se cerraron tras él que, aún sonriendo, se apoyó en la pared del
fondo del vagón. Varias personas le miraron sin interés, indiferentes. ¡Qué
bien se sentía siendo otra vez anónimo! Una vez que el convoy se perdió en el
túnel, se decidió a subirse las gafas sobre la frente. Su elevada estatura
junto a su atractivo rostro atrajeron varias miradas de un grupo de jovencitas
que se arremolinaban frente a él. Una de ellas le sonrió abiertamente y él le
devolvió la sonrisa, simulando un retraimiento, una contención que estaba muy
lejos de sentir. Una oleada de calor lo recorrió de arriba abajo. Hacía tanto
tiempo que no follaba…
«Te comería, niña, te comería hasta las
bragas y cuando terminara contigo recordarías toda la vida quién es el Lobo»
Haciendo un gran esfuerzo apartó la
mirada de los prominentes senos de la joven, de su boca húmeda. No le convenía
meterse en líos. Ante todo no dejarse notar; debía largarse. Cuando el tren
entró en la siguiente estación, pidió permiso, se acercó a la puerta y, cuando
por fin se detuvo, se bajó sin mirar atrás consciente de los ojos de la
muchacha anclados en su espalda. Casi pudo oler su decepción por perderlo de
vista demasiado pronto. El tren silbó y el metro se fue. Esperaría al
siguiente, no tenía prisa.
Cuando todo sucediera su cara podría
salir en los medios y nadie debería poder recordar que un día lo vio. Nadie.
Suspiró y esperó.
Cuando
el AVE se detuvo por completo y la puerta se abrió con un siseo seco, César fue
el primero en salir. En cuanto vio por la ventanilla que la ciudad ya se
perfilaba en el horizonte, tomó su enorme maleta y su gruesa bolsa de viaje y
se apalancó en la puerta. Sólo volvió a su asiento para recoger la novela que
creyó que finalizaría en el viaje y una pequeña bolsa de piel marrón oscuro que
se colgó en bandolera. Antes de salir lanzó una asesina mirada a la molesta
familia que ningún otro pasajero captó y que se perdió silenciosamente en el
espeso ambiente que habían creado con su fastidiosa presencia. No le extrañaría
que cuando esos consentidos, mimados e indomables niños llegaran a adultos
fueran carne de comisaría si esos imbéciles que se encargaban de su educación
no les ponían rienda corta, y pronto.
Extrajo el asa extensible del maletón y
colocó encima la bolsa de viaje. El asa era bastante larga pero, aun así, tuvo
que encorvarse ligeramente a un lado debido a su gran estatura. Caminó ligero
al tiempo que estiraba el cuello intentando localizar a su amigo Pablo entre
las decenas de personas que esperaban a los pasajeros de su tren. Sonrió
aliviado cuando lo vio balanceándose a un lado y a otro buscándole entre los
viajeros. Ambos sonrieron a la vez cuando se vieron a través del creciente mar
de gentes que en pocos minutos habían llenado el andén. Pablo estiró su brazo,
saludándolo.
César y Pablo Abad habían coincidido en
la academia de policía de Ávila tras superar ambos las diversas pruebas que
constituían la oposición para inspectores. Les adjudicaron la misma habitación
en la residencia y, desde entonces, hacía de eso ocho años ya, eran grandes
amigos. Los dos habían sufrido cierto rechazo por parte del resto de sus
compañeros, al ser algo raros y retraídos; eso les había unido en un frente
común que se vio favorecido por su afinidad de caracteres y por un pasado
similar, conformado por una familia numerosa liderada sin fisuras por un padre
de fuerte raigambre tradicional y excesivamente severo.
Ahí
terminaban las similitudes.
César había estudiado en Sevilla la
carrera de Derecho no por vocación sino por imperativo familiar. En su casa sus
seis hermanos —él era el cuarto de siete—, eran abogados y él no debía ser
menos. Hasta ahí llegó su sumisión. En cuanto terminó sus estudios que había
compaginado desde adolescente con la práctica de varios deportes, se preparó y
se presentó a las oposiciones para bombero que convocó el Ayuntamiento de
Sevilla. Aprobó sin destacar. Tras una formación teórico-práctica siempre
demasiado breve, desarrolló su labor como bombero durante dos años. Pero un
día, de repente, lo dejó. El motivo jamás llegó a tenerlo demasiado claro;
quizá fue que nunca le llenó del todo el peligroso trabajo o que pasaba muchas horas
sin hacer nada hasta que surgía un aviso o quizá fue que un día perdió a un
compañero durante su turno y fue él uno de los que ayudó a rescatarlo de debajo
de una viga de hierro y de un montón de brasas ardientes. Daba igual el motivo,
el caso es que lo dejó.
Su padre creyó que con la renuncia su
tiempo de rebeldía había quedado definitivamente atrás y que podría atraer a su
hijo ya por fin a su terreno; tantos años de carrera no podían ser
desperdiciados así, sin más, por ello le propuso que trabajara en el bufete de
un amigo. Se lo pintó como una ocasión única, un trabajo interesante y… César
no aceptó. Por el contrario, y para nuevo disgusto de sus progenitores, se
preparó las oposiciones para inspector de policía y aprobó, esta vez con una nota
excelente. Pronto, en la academia, sus demás compañeros se enteraron de su
pasado como bombero y a partir de entonces ese fue su mote, el Bombero, que fue adornado
siempre con miles y variadas connotaciones, unas más agradables que otras,
según la ocasión lo requería.
Pablo, nacido y criado en un pueblo de La
Coruña, por lo que fue apodado sin hacer demasiada gala de ingenio por parte de
sus compañeros como el Gallego, tuvo
que estudiar mucho y conseguir varias becas para poder terminar la carrera de
Medicina. Hizo el MIR en Anatomía Patológica y, al no encontrar trabajo,
decidió opositar en la Policía para poder quizá así acceder a la Brigada de la
Policía Científica. Optó por la Escala de Inspección en lugar de la Escala
Básica dado que así podría conseguir antes su objetivo. Aprobó la oposición,
terminó su formación como inspector entre los diez primeros de su promoción y
eligió destino. Nunca llegó a la Policía Científica. Tras tres años en una
comisaría de Madrid, se vio inmediatamente absorbido por la Brigada Central de
Crimen Organizado, en la UDYCO, ahí seguía después de algo más de cinco años y
ahí seguiría. Indiscutiblemente había encontrado su sitio y le gustaba lo que
hacía. Siempre afirmaba que el subidón que le producía el éxito de una operación
planeada durante meses, que daba su fruto y posibilitaba el atrapar a un montón
de morralla humana, no se podría nunca equiparar a la satisfacción intelectual,
casi siempre anónima, que se conseguía con la labor en la Científica.
Ambos estaban casados, pero Pablo aún
seguía con su mujer y tenía un hijo. A César nada ni nadie le ligaba a su
ciudad natal desde que se había separado de su mujer pocos meses atrás.
Durante sus años como policía César no
había subido en el escalafón, Pablo sí; había ascendido dos años atrás a
inspector jefe. Y ahora los dos estaban otra vez juntos, en la UDYCO, ya no en
igualdad de condiciones, porque el puesto de inspector jefe convertía al Gallego en el jefe directo de César.
Desde que se separaron sólo se habían visto en algunas vacaciones, congresos o
seminarios del Cuerpo y ya nada era igual como en sus tiempos de novatos. Sus
caminos tomaron colores distintos en casi todos los aspectos y la fama de
huraño y cabrón de César le precedía estrepitosamente. Pablo Abad, que había
sido uno de los que hicieron posible que la UDYCO lo reclamara para que ocupara
un puesto vacante de características muy precisas y que muy pocos policías
podían reunir, se entristeció enormemente cuando supo que el comisario Daza se alegró
de quitárselo de en medio y que sus compañeros hicieron una cena sin él cuando
por fin se despidió para no volver a Sevilla en mucho tiempo. Sí, una pena,
porque aunque jamás se podría negar que hacía gala de un carácter árido y
difícil, César Ortega era uno de lo mejores policías que había en todo el
cuerpo, inteligente, intuitivo, entrenado, escrupuloso en los detalles,
estudioso, que había logrado un gran porcentaje de éxitos en el desarrollo de
su labor. Pero en este, como en los demás trabajos, si no caes en gracia no
tienes nada que hacer, aunque pongas huevos de oro o hagas el triple salto
mortal con tirabuzón y César desgranaba a su alrededor una absoluta falta de
tacto y de mano izquierda que avinagraba su relación no sólo con sus compañeros
o sus superiores, sino con todo dios. Su mala costumbre de decir a la cara lo
que pensaba no era muy popular entre los que tenía cerca y muy pocos lo
toleraban.
Pablo sabía mejor que nadie cómo era
César, cuales sus defectos y cuales sus virtudes y era de los pocos que lo
aceptaba tal y como era, aunque ahora que lo iba a tener como subordinado y
compañero era consciente de que debía buscarse la forma de pararle un tanto los
pies. En la UDYCO era básico, fundamental, el trabajo en equipo. La convivencia
diaria en un ambiente de extrema tensión ante los peligros que se enfrentaban
solía ser complicada y César debía comenzar con buen pie desde el principio. No
había que olvidar que su amigo no era el único rarito del equipo; otros muchos
ostentaban este dudoso galardón y, sin embargo, el trabajo salía, les iba bien.
Con César también saldría.
Sin borrar la sonrisa de su cara César
soltó la maleta, que cayó al suelo con un estruendoso ruido al verse
desequilibrada por la enorme bolsa de viaje y abrazó con fuerza a Pablo que ya
estaba con los brazos abiertos. Las risas de ambos se vieron rubricadas por
fuertes palmadas en sus respectivas espaldas. Volvían a estar juntos y, por
primera vez desde la academia, trabajarían codo con codo. Ambos estaban satisfechos
por recuperar su amistad.
Charlaron animadamente mientras se
dirigían a la salida principal. Pablo le preguntó y César contó en cortas
frases cómo le había ido el viaje mientras le ayudaba con el equipaje. La
condición de policía le había permitido dejar su coche aparcado cerca de la
parada de taxis, donde nadie más podía detenerse o aparcar. Un policía
municipal le hizo un gesto con la cabeza y Pablo le palmeó la espalda al tiempo
que le daba las gracias llamándolo por su nombre. Introdujo el equipaje de
César en el maletero, ambos se metieron en el coche y Pablo arrancó.
— ¿Te alojas al final en el piso de tu
prima? —preguntó Pablo mientras detenía el coche ante un paso de cebra. El
móvil de César sonó y éste contestó.
Una mujer joven acompañada de un
adolescente muy alto y dos niños cruzó con bastante ligereza la calle teniendo
en cuenta que llevaba una enorme bolsa de viaje en cada mano y una mochila a la
espalda. El joven caminaba tras ella encorvado por el peso de otra mochila que
portaba a la espalda. Se dirigieron a la parada de taxis. Pablo la siguió con
la mirada mientras César hablaba por el móvil informando a su madre que había
llegado a Madrid y que sí, el viaje había sido estupendo.
— Sí, el piso está en la calle Doctor
Esquerdo, creo que cerca del hotel Colón. —contestó César como si no hubiera
sido interrumpido en su conversación con Pablo, una vez cortó la comunicación y
devolvió el aparato al bolsillo de su chaqueta.
Más personas cruzaron el paso de cebra.
Pablo miró una vez más a la mujer y los niños. Con gran esfuerzo metían el
equipaje en el maletero de un taxi. Pablo, libre ya la calle de peatones,
arrancó, rodeó la glorieta de Atocha y enfiló hacia el paseo de Reina Cristina.
A César esta zona le resultaba muy familiar.
—Esta noche celebramos el cumpleaños de
mi mujer, Raquel —dijo Pablo mientras sorteaba rápidamente a un taxi que, sin
previo aviso, se había detenido para recoger un posible pasajero; enfadado,
tocó el claxon y le gritó al taxista un improperio que hacía referencia a la
dudosa virtud de su madre—. No me puedo quedar esta primera noche contigo… —lo
miró un instante. César observaba la ciudad por la ventanilla. Empezaba a
anochecer—. Podrías venir a cenar a casa.
— No, tío, gracias —César lo miró—. Estoy
cansado y tengo que deshacer la maleta. Mañana ya sabes que me tengo que
presentar en el despacho del comisario a primera hora y me gustaría instalarme,
darme una ducha y dormir. Te lo agradezco, pero otra vez será.
Llegaron al último tramo de la Avenida
del Mediterráneo y Pablo giró en la plaza a la izquierda, enfilando la calle
Doctor Esquerdo. César le indicó el número mientras su amigo circulaba despacio
para que les diera tiempo a ver cual era el portal. Una vez localizado se
detuvo en doble fila y puso las luces de emergencia. Pablo se volvió y miró a
su amigo, sonriente.
— Sabes que me alegra mucho que aceptaras
venir a trabajar con nosotros —Cesar asintió y le devolvió la sonrisa. Pablo le
palmeó un hombro al tiempo que buscaba las palabras adecuadas—. Quizá no sea el
momento más oportuno para que te
diga nada, teniendo
en cuenta que
acabas de llegar
pero… —carraspeó. César lo miró con detenimiento—. Espero que mañana y
todos los días a partir de mañana te busques las vueltas para adaptarte a un
equipo ya hecho que espera tu incorporación con interés. Y espero que no te
suponga un problema el que yo pueda darte órdenes en un momento determinado.
César permanecía callado con los ojos
clavados en los de su amigo, el rostro serio.
— También quiero que sepas que hasta
aquí han llegado los rumores de lo tuyo... lo de tu padre, de lo de Claudia —el
mutismo de César era enervante. Le sería más fácil si le decía alguna palabrota
o le soltaba algún improperio. Había tocado una llaga en carne viva y lo sabía,
era algo demasiado reciente, pero no podía dejar de ser sincero con el que
consideraba su amigo. El corazón le latía en el cuello y le hizo temblar la
voz—. Ya sabes cómo son estas cosas. Esto es un patio de vecinos y se cotorrea
con las miserias de los demás —Pablo carraspeó nuevamente, tomó aire y
prosiguió—. Se te ha elegido, quiero que no lo dudes nunca, porque no hay otro
como tú en todo el cuerpo: conoces a la perfección muchos idiomas y, sobre todo
el árabe, el ruso y el chino, lo que no es muy común y tanto necesitamos en
estos tiempos, tienes una formación excelente y en nuestro grupo se te
respetará por ello —César asintió levemente, pero no apartó los ojos de los de
Pablo—. Empieza bien mañana, tío, dales a todos un poco de tiempo para que te
conozcan y conócelos a ellos. Son de lo mejor que hay y no juzgarán tu vida
privada. Tu trabajo es oro puro, lo ha sido y, sin duda, lo será. Tómate tu
tiempo, César —hizo un esfuerzo y sonrió; para su sorpresa, César le devolvió
la sonrisa—, pero no te relajes.
César se volvió y abrió la puerta del
coche sin decir ni una palabra. Pablo, resopló, puso los ojos en blanco y salió
a su vez y le ayudó a sacar las maletas del maletero, a llevarlas hasta el
portal. César sacó un manojo de llaves del bolso de cuero y localizó una que
llevaba un letrerito que rezaba «portal», la introdujo en la cerradura y la
puerta se abrió. Llegaron con los bultos hasta la puerta del ascensor.
— No hace falta que me acompañes, Pablo.
Quizá tengas prisa —dijo César con una sonrisa en los labios al tiempo que
llamaba al ascensor. Hizo un esfuerzo de titanes para que la voz le sonara
desenfadada y natural. Algo muy lejano de cómo se sentía en realidad tras las
palabras de Pablo.
— Hasta las nueve no tengo que estar en
casa. Además —Pablo sonrió burlón—, preparándolo todo está la urraca de mi
suegra y, siendo sincero, me gustaría sufrirla esta noche lo justo y necesario.
Ya le he dicho a Raquel que te iba a acompañar y que te ayudaría a instalarte.
Eso me da un poco más de tiempo.
César rió levemente. Recordó algo de
repente y hurgando en el manojo de llaves se dirigió a los buzones. Buscó el
que llevaba el nombre de su prima y lo abrió. Estaba a rebosar. Tal como su
prima Reyes se imaginaba, el portero no se ocupaba de recogerle el correo con
cierta periodicidad. Sacó un grueso fajo de sobres de diversos tamaños y algún
que otro papel suelto y se dirigió al ascensor cuya puerta mantenía abierta
Pablo. Subieron a la cuarta planta, César localizó la llave con el letrerito de
«puerta principal» y abrió. Les recibió un peculiar olor no del todo
desagradable que recordaba a lejía y friegasuelos, pero con reminiscencias a
cerrado que impulsó a Pablo a dirigirse a la ventana más cercana y abrirla.
César entró las maletas y dejó el correo, las llaves y su móvil en una mesita
que había en el recibidor, donde encontró un sobre con su nombre. Lo abrió y
leyó las pocas palabras que su prima le había escrito con indicaciones varias y
dándole la bienvenida. Pablo recorría mientras tanto la casa encendiendo luces
y abriendo ventanas. Le llegó su voz desde la cocina.
— ¡Qué cabrón! ¡Tienes la nevera llena de
cervezas y de comida envasada…! —pausa y nueva carcajada—. ¡Y un congelador
repleto de carne y pescado y pan! ¡Tío, tu prima es la leche, dime ahora mismo
que te cobra una burrada por el alquiler y que es una zorra de cuidado!
César fue a la cocina y se apoyó en el
quicio de la puerta. Llevaba la nota aún en la mano y sonreía de oreja a oreja.
— Me cobra 50 euros al mes y porque yo
insistí para costear los gastos de comunidad y demás. Pago la luz, el teléfono
y el gas y nada más.
— Tío, ese acuerdo es ilegal. ¡Tú no te
puedes imaginar lo que vale el alquiler de un piso como éste en Madrid y en
esta zona!
— Es que mi prima Reyes siempre ha estado
enamorada de mí…
—Sí, eso muestra las pocas luces que
tiene esa buena mujer.
Pablo sacó un par de cervezas de la
nevera y buscó un abridor por los cajones. Localizó uno, abrió las botellas y
le tendió una a César. Brindaron.
— Bienvenido, César. Brindo por lo bueno
que está por llegar y por lo estupendo que es que estés aquí.
Bebieron.
Pablo se quedó un rato más curioseando mientras
César sacaba de la maleta lo imprescindible. Se anotó mentalmente llamar a su
prima para darle las gracias por cómo le había dejado la casa. Se rió para sí
cuando vio que le había llenado literalmente la nevera de botellines de Cruzcampo, la única marca que bebía, le
había comprado seis paquetes de la mantequilla salada portuguesa que más le
gustaba y en el congelador había dejado cuatro paquetes de molletes de Utrera
para las tostadas del desayuno «Deferencia
de la casa» decía la nota.
A las ocho Pablo recordó que había dejado
el coche en doble fila y que sería conveniente ir regresando a su casa. Se
despidió de él hasta el día siguiente «te recojo mañana a las siete y media» y
se fue. La casa quedó, de repente, agradablemente en silencio.
Se
dirigió a la cocina y sacó otra cerveza de la nevera. Se la bebió del tirón
allí, de pie y se abrió otra. Dando pequeños sorbos se fue al dormitorio y sacó
ropa interior limpia para darse una ducha. En el cuarto de baño del dormitorio
principal todo estaba tan limpio y listo para usar como el resto de la casa,
con toallas limpias en los armarios, botes de gel y champú en los estantes.
Abrió los grifos de la ducha, se desnudó y, de pronto, recordó que se había
dejado el móvil en la mesita de la entrada. Se dirigió rápidamente hasta allí,
tomó el aparato y vio en el suelo, junto a la puerta, un papel de tono entre
rosado y lila. Se agachó, lo cogió y le dio la vuelta. Publicidad. Iba a
dejarla junto al resto de la correspondencia, pero no lo hizo. El Nido de Paloma, rezaba el texto en
grandes letras y debajo, más pequeño: Compañía
femenina y mucho más. Si quieres algo
distinto, llámanos. Despedidas de soltero, fiestas privadas, masajes eróticos.
Servicio de escort. Domicilio y hotel. Efectivo y VISA. Y un teléfono. Fulanas. A diferencia de otras hojas de
publicidad de ese estilo, no presentaba dibujos ni fotos de mujeres ligeras de
ropa o desnudas en posturas sugerentes o con expresión de muñeca hinchable. No
era una nota al uso. Era demasiado discreta, sosa. Sin página web, sin correo
electrónico.
César escuchó el agua correr en el cuarto
de baño y regresó a toda prisa. Dejó la nota sobre la cómoda cuando cruzó el
dormitorio, entro en el cuarto de baño y se metió bajo el agua.
Manuela
reprendió con una sonrisa a Gonzalo mientras besaba a Julio. Elena ya se había
agarrado a su pierna.
— ¡Pero hijo, no te dije que no te
trajeras tantas piedras!
— ¡No son piedras, mamá, son fósiles!
—protestó el joven—. Aquello está plagado, las hay por todos los lados ¡y yo
sólo me he traído las más curiosas!
— ¡Di que no, mamá! —terció con voz
burlona Julio—. Se ha traído todas las que ha encontrado, todas.
— Enano chivato —Gonzalo le dio un
cachete en el cogote.
Julio se volvió y le dio un puñetazo en
el costado. Gonzalo se río y le pasó el brazo por el cuello acercándolo a él.
El pequeño protestó y se carcajeó al mismo tiempo. Manuela abrochaba la rebeca
de lana de su hija mientras miraba a sus hijos.
— ¡Gonzalo, Julio, estaos quietos que
siempre empezáis en broma y termináis dándoos porrazos en serio! —los hijos
obedecieron entre risas—. Venga que con todo esto no podemos ir en el autobús
ni en el metro. Vamos a la parada de taxis —ninguno se movió—. ¡Venga,
arreando!
Manuela se puso la mochila más pequeña en
la espalda y tomó una bolsa de viaje en cada mano. Elena se cogió a su mano y
pasó a relatarle sin que nadie la animara a ello, todo lo que en esos
estupendos días había visto, comido, visitado, olido… Gonzalo y Julio caminaron
tras ellas. Cruzaron un paso de cebra. Gonzalo se fijó en el coche que se había
parado para dejarles pasar. Se trataba de un Toyota Prius nuevecito, plateado y
precioso, justo el coche que más le gustaba ya que tenía un motor híbrido,
mitad eléctrico, mitad gasolina. Lo más ecológico que existía por el momento y
el único que aunaba sus ansias ecologistas con su gusto por el motor. Lanzó una
mirada rápida al interior del vehículo y se topó con la mirada del conductor,
un hombre joven y alto, algo feo y con el cabello castaño. El acompañante iba
hablando por el móvil y tenía la mirada perdida en el monumento del 11-M de la
Glorieta de Atocha, un tipo igual de alto, de pelo oscuro, algo largo y peinado
hacia atrás, y más guapetón.
Ajena a todo y escuchando de forma
mecánica la retahíla de su hija, Manuela se acercó al primer taxi de la fila en
la parada. El conductor les abrió rápidamente el maletero y les ayudó a dejar
los bultos. Gonzalo se sentó en el asiento delantero y Julio, Elena y Manuela,
detrás.
— Ponte el cinturón, hijo —Gonzalo
obedeció, mientras ella se lo ponía a los dos pequeños.
El taxista se sentó tras el volante y la
miró por el retrovisor esperando que le indicara a dónde se dirigían. Manuela
se echó un poco hacia delante mientras le decía:
— Al Alto del Arenal. Vaya por la
carretera de Valencia, por favor.
— ¡A Vallecas! —terció Gonzalo.
— Hijo, el taxista ya sabe que eso está
en Vallecas.
El taxista ajeno a todo, subió el volumen
de la radio, donde se escuchaba Cadena Dial, y salió a toda velocidad.
Gonzalo estuvo tentado de pedirle que pusiera por lo menos los 40
Principales, pero un toque en el hombro por parte de su madre que había
leído en su rostro la mueca de desagrado cuando se escuchó por el altavoz la
sintonía de la emisora, le hizo cambiar de opinión. Miró por la ventanilla y
observó la tarde que se apagaba poco a poco.
Sólo una hora después de llegar a casa,
los niños ya se habían duchado y puesto el pijama y Manuela había puesto la
mesa para la cena. Una gruesa tortilla de patatas con cebolla, ensalada de
tomate y lechuga y jamón serrano. Julio trajo el agua en una gran jarra y la
puso sobre la mesa; Elena llevó el pan. Se sentaron todos alrededor de la mesa
y sonó el teléfono.
La tía Evelina. Llamaba para saber si los
niños habían llegado bien. Manuela habló con ella durante cerca de veinte
minutos, dado que la tía creyó oportuno relatarle con detalle todas las cosas
que había hecho, las horas que habían dormido y lo que habían comido, sin
ahorrarse muchos detalles. Cuando por fin cortó, la comida se le había quedado
fría y sus hijos habían terminado ya. Uno a uno, se levantaron sin esperarla y
recogieron sus platos, se lavaron los dientes y se sentaron a ver los dibujos en
la tele un rato, antes de irse a dormir.
— Julio y Elena, a las nueve y media a la
cama.
— ¡Sí, mamá! —corearon los dos, la mirada
fija en la serie de dibujos.
Manuela llevó los restos de la cena a la
cocina y le dio los platos sucios a su hijo mayor que estaba fregando los
cacharros.
— Os he echado mucho de menos. ¡Nadie
friega los platos como tú!
Gonzalo sonrió sin levantar la vista de
su tarea. Manuela le abrazó por detrás y su hijo no tardó en protestar:
— ¡Ay, mamá, qué pegajosa eres!
Manuela tuvo que ponerse de puntillas
para darle un beso en el cuello. Se le veía tan mayor, tan crecido y tan niño a
la vez. Ya tenía pelusilla en las mejillas aún aterciopeladas. Observó el
cabello rubio oscuro y la piel morena; los ojos verdes aceituna y las pestañas
rubias. Se parecía tanto a su padre.
— Deja de mirarme con esa cara de pena
—el joven la miró sonriendo. A Manuela se le encogió el corazón por lo familiar
del gesto—. Sí, te seguiré queriendo cuando seas vieja y sí, cuidaré de ti
cuando seas vieja y sí, te meteré en la mejor residencia cuando seas vieja y
sí, te compraré los mejores pañales de incontinencia cuando seas vieja…
Riendo, Manuela le dio un suave capón en
el cogote mientras le decía:
— ¡Que sepas que eres malo, malísimo!
Desde el comedor les llegó el grito de
protesta de Julio:
— ¡Queréis callaros que no se oye la
tele!
— ¡Sí, nos callamos! —dijo ella a través
de la puerta—. Qué ganas tengo de que me toque la lotería para que podamos
comprarnos una casa grande, enorme…
Sonó el teléfono.
Manuela miró el reloj de la cocina. Las
nueve y cuarto pasadas.
«¡Coño, no he llamado a Paloma!»
— ¡Mamá, es Paloma! —llamó Elena a voces.
Pero ella ya se había limpiado las manos
con un paño y se dirigía al comedor. Tomó el aparato de manos de su pequeña y
se metió en su cuarto. Allí, sobre su mesa de trabajo tenía un portátil. Se
sentó en un pequeño taburete y lo abrió. El
cuarto, como el resto de la casa que no tenía nada más que cuarenta y
cinco metros útiles, tres dormitorios y un cuarto de baño, más el comedor, la
cocina, un lavadero y un balcón, era muy pequeño y no permitía muchos
accesorios. En su dormitorio tenía su cama de uno diez y un pequeño escritorio
que compro en el Ikea que habían abierto hacía poco cerca de su casa; lo básico
para llevar desde allí las riendas de su empresa.
Abrió el ordenador al tiempo que hablaba
por el teléfono:
— Perdona, Paloma. Te iba a llamar hace
una hora pero he ido a recoger a los niños a la estación y con los baños y la
cena se me ha pasado.
En la pantalla del ordenador apareció su
página web, El Nido de Paloma. Aún no
estaban preparadas para conectar con los clientes vía e-mail y colgar las fotos
de las chicas en la página, pero en un mes estaría todo listo. Hacía tiempo ya
que debían de haberse conectado pero no eran unas expertas en informática
precisamente y no tenían mucho presupuesto para contratar a colaboradores
externos para que lo llevaran a cabo.
— Tenemos un problema —dijo la voz de
Paloma al otro lado de la línea ignorando sus excusas—: Elisa está mala y la ha
sustituido esta noche Carolina. Ya sabes, un escort[1]
muy bueno en el hotel Miguel Ángel. El cliente quería una pelirroja y le daba
igual cual fuera. No les mira la cara precisamente, solo el cabello y el coño.
Eso está por ahora arreglado. Todas están en los suyo, pero la chica nueva que
teníamos para los imprevistos… esa estudiante de Derecho…
— Iris.
— Sí, esa. Ha llamado diciendo que se le
ha adelantado la regla. ¡Me cago yo en su regla! Ya lleva tres este mes. Esa
seguro que está follando con otro por su cuenta.
— Paloma… —intentó cortar Manuela.
— El caso es que ha llamado un cliente
nuevo. Quiere una mujer, según ha dicho literalmente: que no sea una
niñata. No hay nadie más que tú.
— No —lo frío y conciso de la respuesta
de Manuela no dejaba lugar a réplica. Pero Paloma era de una pasta especial y
la ignoró. Insistió.
— Nena, no tenemos muchos clientes. Somos
modestas y en los tiempos que corren hay mucha competencia con las extranjeras
que hacen lo que sea donde sea por cuatro chavos. No podemos permitirnos
rechazar un nuevo cliente ¡a domicilio y en Doctor Esquerdo! ¡Aquí al lado! Ése
tiene pelas. Le he dicho que, mínimo, doscientos cincuenta la hora y ha dicho
que llegará a trescientos si la que viene merece la pena. Ésa sólo puedes ser
tú.
Paloma se ahorró el detalle referente a
que, por como hablaba el cliente, parecía borracho y bien borracho; pero en ese
momento prefirió no darle importancia y ahorrarse las explicaciones. Ella olía
la pasta y, aún ebrio, éste la tenía.
— No.
La voz cortante de Manuela era cada vez
más tensa.
— Manuela, no podemos rechazarlo. Era
correcto y hablaba bien. ¡Dinero, sólo piensa en eso! No quiere nada raro. Un
polvo y a casa y trescientos laureles…
— ¡No!
Manuela cortó apretando el botón rojo del
aparato. El corazón le latía dolorosamente en el pecho y sentía que le faltaba
el aire. Hacía casi un año que no aceptaba encargos ni citas. Ella era una de
las dueñas, la jefa y tenía chicas de sobra para que se ocuparan de sus
clientes. Si debían rechazar a uno nuevo, pues se le rechazaba.
El teléfono comenzó a sonar. Aún lo tenía
en la mano y lo miró como si se tratara de un bicho repugnante. Desde el
comedor le llegó el tono lastimoso de Julio:
— ¡Mamá, cógelo, que no se oye la tele!
Manuela se puso en pie como impulsada
como un resorte, abrió la puerta de su cuarto y salió al comedor como una bala.
Apagó con un brusco movimiento el botón del televisor y se volvió hacia los
pequeños:
— ¡A la cama! —y gritó—: ¡Ya!
El teléfono dejó de sonar. Pero tres
segundos después comenzó de nuevo su crispante sonsonete.
Elena y Julio se pusieron en pie y se
dirigieron a su habitación con el gesto serio. Gonzalo ya tenía un cuarto para
él solo que hasta hacía poco compartía con Julio. Unos meses atrás, Manuela,
consciente de que su hijo mayor ya casi era un hombre y necesitaba un poco de
espacio y privacidad para sus cosas, había traspasado las literas a la
habitación más amplia y había dejado un pequeño cuarto con una cama de noventa
para Gonzalo. El otro cuarto pequeño se lo quedó ella.
Con el gesto arrugado por el enojo, Elena
le susurró con inofensivo veneno cuando pasó a su lado:
— ¡Eres mala, mamá! ¡Era Código Lyoco!
El teléfono seguía sonando. Manuela
apretó el botón de contestar y regresó de nuevo a su cuarto, cerrando tras
ella. Gonzalo asomó en el comedor, tomó la mano de su hermana y la llevó a la
cama. Mientras la arropaba y le daba un beso, le dijo:
— No te preocupes, que mañana seguro que
lo repiten. Siempre lo repiten.
Manuela oyó a su hijo consolar a la
quejicosa Elena y escuchó por el auricular. El tono de voz de Paloma no se
había alterado lo más mínimo y continuaba hablando como si Manuela no le
hubiera cortado un momento antes.
— …está en la calle Doctor Esquerdo,
número… —Manuela tomo un boli y, a regañadientes, apuntó la dirección—, cuarto
piso, puerta B. El cliente se llama César Solís y estaba dispuesto a dejar su
número de la VISA, pero pagará en efectivo —pausa. Paloma suspiró con energía
creando un vendaval al otro lado del aparato—. Sólo será esta noche, cielo,
cogemos el encargo, le dejamos contento y ya tenemos a otro fijo y desde mañana
se ocupa de él cualquiera de las chicas.
— ¡Vale, Paloma! —gritó Manuela a su
pesar; resopló y conteniendo la voz en un ronco susurro, continuó—. Y recuerda:
si vuelves a coger un aviso sin cita la que irá a chupársela al cliente serás
tú.
Paloma intentó una protesta, pero Manuela
volvió a cortar bruscamente la comunicación mientras murmuraba con rabia «¡que
te den por culo!» al tiempo que lanzaba contra la cama el teléfono. Se pasó las
manos por la cara, por el corto cabello y se miró en el espejo que tenía frente
a ella. Sí, ciertamente el negocio no estaba como para andarse con remilgos y
rechazar un cliente que no discute los precios. La crisis se había hecho notar
en todo y también en esto. Ellas perdían clientes y las putas de la calle
hacían el agosto, las amas de casa desesperadas se buscaban la vida en los
bares y la prostitución ocasional de jóvenes universitarias les hacía mucha
competencia. Para aliviarse, mejor, poco y barato que nada, debían de pensar
los que por esos días habían visto sus ingresos menguar hasta casi desaparecer
en muchos casos. La gente se quedaba en paro y las empresas quebraban o
reducían personal. Ellas habían conservado muchos de sus clientes, pero se
habían visto obligadas a reducir la plantilla a lo mínimo necesario. Dos años
atrás, esto no habría sucedido.
Suspirando se puso en pie. Sacó una llave
que tenía en el cajón del escritorio, bajo una carpeta y se dirigió a su
armario ropero. Dentro tenía un pequeño arcón de madera maciza casi negra de
unos setenta centímetros de largo y unos cuarenta de alto, labrado con bonitos
y sencillos dibujos vegetales al que tiempo atrás le había cambiado la
cerradura por una más moderna y segura. No quería que las ansias de investigar
o de curiosear de sus hijos les hiciera encontrar lo que ella escondía con
celo. Introdujo la llave y lo abrió. Dentro se encontraban las prendas que
durante cinco años habían conformado su uniforme de trabajo. Se encontraban
perfectamente dobladas y clasificadas por colores y tejidos. Eligió un conjunto
muy discreto de seda negra y encaje con las medias a juego. Dudó un momento y
consideró la posibilidad de coger un consolador o cualquier otro juguetito;
muchos clientes eran caprichosos y les gustaban ciertos juegos, pero negó con
un gesto y volvió a cerrar. Del fondo del mueble zapatero rescató unos zapatos
negros de piel con tacón fino. Lo revisó todo para confirmar que estaba en
perfectas condiciones de orden y, con la ropa interior escondida bajo una
toalla, se fue al cuarto de baño.
Media hora después se dirigía en su coche
a la casa del nuevo cliente. Manejaba los pedales descalza porque los tacones
le impedían poder controlarlos sin peligro. Le escocía aún en la conciencia la
cara de decepción de su hijo cuando, vestida con un sencillo traje de chaqueta
entallada y pantalón negros, de algodón y una blusa marrón chocolate de manga
larga, con sus demás enseres metidos en su bolsa mochila de cuero naranja, le
dijo a su hijo que debía salir porque se había producido una incidencia en el
turno de noche. Para sus hijos, Manuela poseía como autónoma, junto a Paloma y
a Carmela, una empresa de asistencia a domicilio. Hasta ahí no era del todo mentira,
pero les había explicado que su trabajo consistía en cuidar ancianos y personas
discapacitadas que precisaban asistencia las veinticuatro horas. Manuela había
estudiado auxiliar de enfermería en el primer módulo de FP y después había
hecho varios cursos de auxiliar de Geriatría y Asistencia a Domicilio por el
Ayuntamiento. Paloma había estudiado enfermería aunque no había ejercido más
allá de la primera suplencia de verano tras finalizar la carrera. Abandonó lo
que tardó en quedarse preñada de un celador que le tiró los tejos nada más
verla y casarse. Carmela era administrativa y se ocupaba de la gestión de
recursos y de los papeleos. Hasta esa noche y durante los cinco años que estuvo
en activo sus citas siempre habían sido escrupulosamente concertadas con
antelación, nunca se había visto obligada a salir de esa forma en mitad de la
noche. Ella elegía a quien atendía y, siempre como escort y muy bien
pagada, no hacía más de tres encargos, como mucho cuatro, a la semana.
Y en ese momento se dirigía a una cita
con un desconocido y en un domicilio particular, lo que menos le gustaba y que
nunca había hecho hasta que no conocía bien al cliente. Prefería los hoteles,
lugares suficientemente públicos como para sentirse segura. No podía negar que
estaba nerviosa y asustada y muy cabreada con Paloma por haber aceptado esta
cita.
En definitiva, Manuela les había
explicado a sus hijos que una de sus chicas se había ausentado durante unas
horas por un problema personal y que, como no había nadie más disponible, debía
ser ella la que la sustituyera. Lo más seguro es que sólo se tratara de unas
horas. Los pequeños asintieron en silencio y se durmieron sin más, pero Manuela
se sintió despreciable y repugnante al tener que mentir tan descaradamente a su
hijo mayor. Ella evitó lo que pudo su mirada besándole apresuradamente. Gonzalo
asintió en silencio y se puso muy serio. La miró de reojo sin fijar en los
suyos sus adorables ojos verdes y se sentó en el comedor a ver la tele. Ella no
se dio cuenta de que al girarse para salir por la puerta de la calle, Gonzalo
reparó en sus elegantes zapatos de fino tacón y razonó que ese no era el
calzado más adecuado para cuidar a un anciano con demencia. Tampoco ella supo
que, cuando cerró con doble vuelta de llave la puerta del piso, el chico lanzó
con dolorosa rabia uno de los cojines que se estrelló contra la pared haciendo
caer una foto enmarcada de los cuatro sonriendo con la catedral de Santiago de
Compostela como incomparable marco.
La dirección que le había dado Paloma se
encontraba, afortunadamente, justo al lado del Hotel Colón. Apremiada por la
necesidad de encontrar un sitio donde cambiarse, aparcó en una calle lateral,
cerca del portal en cuestión, donde milagrosamente había un hueco vacío. Tomó
su bolso y se dirigió a la entrada del hotel. Entró con paso decidido, se
dirigió camino de la cafetería y torció a la izquierda, a los aseos. Nadie
reparó en ella. Conocía de sobra el sitio porque hubo una época en la que
acudía casi todas las semanas para hacer alguna visita a alguno de los clientes
allí alojados. Incluso, uno de los conserjes, Lorenzo, la recomendaba a ella y
a sus chicas cuando alguno de los huéspedes solicitaba ciertos servicios de
índole personal a cambio de una modesta compensación económica.
Los
servicios estaban vacíos. Se metió en uno de los aseos y rápidamente se cambió
el traje de chaqueta y la blusa marrón por un vestido de seda y lentejuelas
negro sin ningún otro adorno, ligeramente entallado pero que caía como una
cascada desde la prominencia de sus pechos, muy corto y muy escotado, que
dejaba a la vista el encaje del sostén y un poco de la piel de los muslos donde
terminaba el encaje de las medias. Sacó su bolsa de maquillaje y con la
habilidad propia de la costumbre se pintó los ojos con un lápiz negro que hacía
resaltar su color y le daba cierto aspecto felino, terminando por aplicarse una
sombra dorada en los párpados. Se pintó los labios con un gloss rojo intenso y se peinó utilizando un poco de gomina con
flequillo y liso. Retrocedió un par de pasos y analizó con escrutadora mirada
el resultado en el espejo. Parecía salida de los locos años veinte, justo lo
que buscaba. Terminó aplicándose un suave y sugerente perfume de esencias en el
escote y en el cuello que compraba por encargo en una herboristería; sabía por
experiencia que a los hombres los volvía locos por lo que primaba la calidad
frente a lo ostentoso de un perfume de marca y no era ni pesado ni empalagoso.
Ni caro.
«El disfraz ya está completo», se dijo.
Dobló cuidadosamente su ropa y la metió en la mochila, guardó sus avíos de
maquillaje y salió taconeando al hall del hotel. Inmediatamente todas las
miradas se dirigieron a ella y no se apartaron de su escote y de sus piernas
hasta que salió con garboso caminar por la puerta.
A esas horas de la noche ya hacía fresco
y ella iba muy ligera. Llegó rápidamente al portal y tocó el botón del
telefonillo que indicaba 4ºB. Pasó un minuto y nadie respondió. Lanzó el dedo
dispuesta a volver a llamar cuando una voz de hombre respondió.
[1] El servicio de escort o scort supone un servicio personal en el cual las profesionales del
sexo se contratan como acompañantes por tiempo y no por un servicio sexual
concreto. Por ejemplo se puede solicitar los servicios de uno/a de estos/as profesionales para acudir a una
cena o para acompañar a un cliente a un acto social y puede o no venir incluido
un servicio sexual, aunque la mayoría de las veces así es.
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