Portada elaborada por mi amigo José Montaño(C)
Mi
intención con esta novela es múltiple.
Por
un lado, contar una historia que sea emocionante, interesante, que enganche,
que guste y apasione.
Otra
de mis intenciones con esta historia es romper una lanza por las personas que
son capaces de cualquier cosa por sacar adelante a sus hijos y a sus familias,
aunque a veces se vean obligados a realizar trabajos mal vistos socialmente,
vergonzosos para la mayoría.
Quería
también hacer un pequeño homenaje al barrio en el que nací y donde me crié, en
el que viví y del que me siento muy orgullosa, Vallecas, barrio del sureste de
Madrid con una mala fama que no se merece y en el que siempre han vivido y
viven gentes trabajadoras, orgullosas y luchadoras, cuyo único objetivo es
vivir y dejar vivir.
Por
último, quería contar una historia que acabara con las ideas preconcebidas.
Nada es lo que parece; las que en ocasiones aparecen como víctimas, muchas
veces, demasiadas, son los verdugos.
Espero
haber conseguido mis objetivos… pero sólo lo sabré cuando haya sido leída.
Un
saludo.
Lola Montalvo
Junio 2010
El
tren comenzó a moverse. Haciendo gala de una puntualidad casi británica, empezó
a rodar sobre las vías con una falta de brusquedad rayana en lo irreal, dando
la sensación de que se deslizaba por un lago en calma de cristalinas aguas.
César tuvo que mirar por la ventanilla para confirmar que, efectivamente, el
tren partía ya de la estación y observó cómo los bancos de metal y los postes
informativos se desplazaban por el andén a una velocidad cada vez mayor. Un
murmullo de alegría le llegó procedente del grupo de niños que se encontraba
justo delante de él, ocupando los asientos enfrentados con una mesita en el
centro del coche 6. Eran tres niños, todos vestidos de la misma forma, todos
rubios, todos iguales, de entre cuatro y seis años acompañados de dos adultos,
un hombre y una mujer. Sus conversaciones chillonas le dieron la información
oportuna: papá y mamá viajaban con sus pequeños a Madrid para visitar a los
abuelos maternos.
Las esperanzas de César de que los nenes
se fueran tranquilizando y bajaran su tono de voz hasta uno suficientemente
tolerable y que no le hiciera vibrar dolorosamente los tímpanos, languidecieron
llegando a morir, al mismo ritmo que el tren ganaba velocidad. Papá y mamá,
quizá anestesiados, quizá habituados a tanto alboroto, quizá unos idiotas
redomados a los que todo les daba igual, murmuraban entre ellos en un tono
quedo mientras sacaban de una enorme mochila álbumes para colorear y lápices de
colores, repartían botellas de agua, galletas o bocadillos entre sus vástagos
sin importarles lo más mínimo que sus chillones retoños estuvieran molestando a
todo el tren con sus insoportables grititos. Los demás pasajeros del vagón se
fueron colocando los auriculares y se sumergieron en quehaceres improvisados
intentando que el jaleo procedente de la familia no les perturbara su paz
simulando que no los veían. Una azafata del tren habló por el altavoz, pero sus
indicaciones fueron trémulos murmullos ahogados por los histéricos alaridos de
uno de los pequeños que se quedó sin batido de chocolate porque se le había
caído al suelo. En la moqueta azul una, cada vez más enorme, mancha marrón se
extendía por el tejido prometiendo ser asquerosamente pringosa si alguien osaba
posar su zapato encima.
César suspiró.
Harto de la molesta y gritona
chiquillería, incómodo en su asiento y cansado de golpearse constantemente las
rodillas con el respaldo que tenía enfrente «¡cuándo se darán cuenta los del
AVE que en estos asientos no cabe alguien que mida más de metro ochenta!», se
puso en pie, se ajustó la chaqueta y, en un inconsciente gesto fruto de la
costumbre, se llevó con discreción la mano a la pistolera que llevaba en el
lado izquierdo del cinturón asegurándose de que su arma seguía en su sitio y no
era vista por el resto de los pasajeros. Dirigió una venenosa mirada hacia la
molesta familia y se lanzó hasta la puerta corredera camino del coche
cafetería, situado dos más allá, en el 4. En los espacios habilitados entre
vagones algunos viajeros, hombres y mujeres, se pasaban por el forro las
indicaciones que avisaban de la prohibición de fumar y se deleitaban en su
vicio mientras ladraban sonrientes a los auriculares de sus minúsculos móviles
de última generación, la mirada perdida en el espacio mientras emulaban el
rostro del que al otro lado del aparato les daba la oportuna réplica. Por
supuesto, no se veía a ninguna azafata por ningún sitio. Intentó ignorarlos.
César pasó la última puerta corredera y
entró en la cafetería al mismo tiempo que miraba su reloj. Estaba ya hasta las
narices del viaje y aún no habían transcurrido ni veinte minutos desde que
partieron de Sevilla. Le quedaban por delante cerca de dos horas de viaje y ya
no aguantaba más.
«Debí coger el billete en preferente
o en club» se dijo, al tiempo que lanzaba al espacio una mueca de
fastidio por su propia necedad. Con el dinero de su nómina no se podía permitir
otra clase que la turista; este viaje el Estado no se lo costeaba y lo otro
prefería no tocarlo. Se pasó las manos por el cabello y apoyó los codos
en el mostrador de la cafetería que se hallaba, sorprendentemente, vacío.
Un solícito camarero le preguntó con
amable sonrisa contenida qué deseaba tomar.
— Una Cruzcampo muy fría.
«No estoy de servicio —se dijo—, puedo
tomar una cervecilla»
El
camarero dejó sobre el mostrador dos posavasos con el logo del AVE; en
uno puso una botella de tercio de cerveza y una copa, en el otro.
Directamente de la botella, César bebió
un refrescante y largo trago que redujo el contenido a casi la mitad. Saboreó
la sabrosa cerveza mientras ignoraba los reproches que su conciencia —a la que
César en su fuero interno llamaba su enano cabrón— se esforzaba en vano por recordarle las
borracheras en las que se había abandonado las tres noches anteriores, una
detrás de la otra, con escasas horas de serena conciencia entre medias, que se
encontraban emborronadas y confusas en su grisácea memoria.
Sólo hacía un mes que sucedió todo...
César sacudió levemente la cabeza
intentando desterrar los pensamientos que tanto le escocían tras los ojos y
apuró el resto de la cerveza.
— Póngame otra, por favor.
El camarero obedeció sin mediar palabra e
inmediatamente colocó sobre el posavasos otro tercio de cerveza, la botella
húmeda aún y con restos de hielo en su
superficie. César tomó la botella y, antes de beber otro sorbo, pagó al
camarero que le sonrió de oreja a oreja mostrando unos enormes y torcidos
dientes mientras guardaba en el bote la generosa propina de cinco euros que le
dejó. Entonces sí, dio un pequeño sorbito a su bebida y se acercó a las enormes
ventanas que le permitían ver el hermoso paisaje de ese otoño que acababa de
comenzar y que se desplazaba ante sus ojos a una velocidad de vértigo.
Un mes desde que habían enterrado a su
padre.
Dos semanas desde que habían leído el
testamento.
Y al día siguiente, su jefe le llamó al
despacho para informarle que la UDYCO de Madrid se había fijado en él, le
habían seleccionado para un puesto y le esperaban en un plazo no mayor de
quince días.
— ¿Está
dispuesto a ocupar ese puesto, César? ¿Se ve capaz?
César se encontraba sentado en la silla
de visitas ante la mesa de trabajo del comisario Daza. Su postura era relajada,
las piernas estiradas.
— Por supuesto, señor.
— El
trabajo será…
— ¡Sé cómo es el trabajo en la Policía
Judicial! —respondió César con un tono demasiado alto mientras se envaraba en
el asiento —Sé que podré llevarlo a cabo tan bien como cualquier otro.
El comisario Daza mostró su desagrado con
un sutil levantamiento de ceja. El resto de su cara permaneció inmutable.
César carraspeó incómodo.
— Disculpe la salida de tono, comisario…
— Debe presentarse en Madrid en menos de
quince días —cortó el comisario ignorando su disculpa y le pasó un papel
impreso por encima de su mesa—. Como usted no ha solicitado el puesto irá en
Comisión de Servicios. Sus casi sobrenaturales conocimientos en idiomas y los
masteres que ha realizado sobre mafias y delincuencia internacionales, le han
hecho el candidato adecuado para el puesto que precisan cubrir y han sido
decisivos para su elección frente a sus cualidades personales, dado que su fama
de estúpido le precede —el comisario Daza no apartó sus ojos de los de César—.
Inspector Solís, espero que nos deje en buen lugar —pausa—…que me deje en buen
lugar. He apoyado su elección para este puesto en la UDYCO con uñas y dientes
y…
—Confíe en mí, comisario —César habló en
un tono de voz suave y esbozó un remedo de sonrisa al tiempo que tomaba el
papel de manos del comisario Daza—, no le dejaré en mal lugar. Se puso en pie.
Dobló cuidadosamente el papel y se lo
guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. El comisario Daza se puso en pie
y le tendió su mano que César apretó con energía. La diferencia de estatura
hizo que el comisario tuviera que elevar un tanto la mirada para encontrar los
ojos del inspector. Deseaba tener la certeza de que no confiaba en ese hombre
en vano.
—Inspector Solís, le deseo lo mejor.
Quién sabe si este cambio de aires le vendrá bien o mal en el ámbito
profesional, pero usted sabe tan bien como yo que le viene muy bien alejarse de
esta comisaría durante un tiempo. Las cosas han llegado a un punto que la
convivencia no es posible. El tiempo dará a todo un color diferente —pausa—. Es
usted un policía excelente. Haga borrón y cuenta nueva y le irá bien.
César soltó la mano del comisario y
asintió en silencio. Se dirigió en dos zancadas a la puerta y la abrió
dispuesto a irse. Pero sus pies no se movieron del quicio. Tomó aire, se volvió
y miró de nuevo al comisario Daza que no había apartado sus negros ojos del
inspector César Solís.
—Quizá tengan que matarme para que la
panda de palurdos que campea por esta comisaría me llegue a respetar. Aquí no
se perdona que alguien llegue a inspector sin patear durante años la calle, que
no sea un troglodita y que no se rasque los huevos con la pistola. Ahora podrán
respirar tranquilos… ¡ya me voy!
César sonrió sin alegría, se volvió y
salió, ya sí, del despacho del comisario, dejando la puerta abierta tras de sí,
alejándose y cruzando la sala con paso rápido hasta la salida. Todos los
policías que estaban sentados cerca ante sus mesas de trabajo habían escuchado
las últimas palabras del inspector y algunos lo miraban con gesto severo;
otros, sin embargo sonreían con malicia.
«A esto me refería yo, César, a esto me
refería» murmuró el comisario para sí mismo mientras movía la cabeza con cierta
tristeza una vez que el inspector salió.
Tuvo
que tragar saliva varias veces para conseguir que se le desatascaran los oídos
por los cambios de presión cada vez que el tren atravesaba los muchos túneles
que había en su paso por Sierra Morena. César apuró las últimas gotas de su
cerveza y tentado estuvo de pedir una tercera, pero prefirió no beber más hasta
que llegara a Madrid. Sólo era cerveza, pero mejor no tomar más alcohol. La
cafetería se iba llenando poco a poco. Paseó la mirada por el reducido espacio
de la cafetería mirando sin ver los rostros de la decena de personas que
tomaban sus consumiciones casi en silencio y, entonces, se topó con los ojos de
una mujer de mediana edad que le miraba con descaro. Ella, cuando se notó
sorprendida, lejos de apartar la mirada, le sonrió abiertamente y se pasó la lengua
por los labios, insinuante, al tiempo que echaba ligeramente la cabeza hacia
atrás. Tendría unos cuarenta años, muy guapa, con el pelo negro que se peinaba
liso, ojos oscuros de color indefinido. Excesivamente delgada, llevaba unos
pantalones de vestir con chaqueta a juego y una blusa de gasa con demasiados
botones abiertos que transparentaba un sostén de color burdeos, prenda que a
duras penas sujetaba unos senos manifiestamente grandes y operados.
«Quizá un polvo rápido no me vendría nada
mal —pensó mientras sentía cómo un calorcillo familiar le recorría las piernas
y el vientre—; el brusco vaivén del tren podría ser una buena ayuda…»
Se pasó la mano por el cabello, se ajustó
la chaqueta y caminó con paso decidido hasta donde se encontraba ella, cerca de
la salida del coche cafetería. La mujer no apartó la vista de él ni un solo
instante ni menguó su sonrisa. Cuando llegó a su altura, César se agachó un
tanto y acercó sus labios a las mejillas de la mujer. Olía a perfume caro y
sorprendentemente fresco.
— ¿Vienes un momentito a los aseos?
—preguntó ella con voz ronca, sugerente, mientras acercaba sus hermosos labios
a los de él.
— Me gustas mucho y estás muy buena
—susurró bajito César; la mujer soltó una ridícula risita—, pero mejor lo
dejamos para otra ocasión.
La sonrisa de la mujer se murió en sus
labios dejando en su lugar una mueca fea.
César se incorporó y sin mirar ni una vez
más a la desencantada y, más que seguro, cabreada mujer, salió por la puerta
con brioso caminar, todo lo que el traqueteo brusco y rápido del tren le
permitía, al tiempo que cerraba fuertemente los ojos y murmuraba entre dientes
una retahíla de tacos. La necesidad de no meterse en líos le había hecho perder
una ocasión de oro. Las mejillas le ardían y el corazón le volaba como loco en
el pecho.
Se acercó al coche 6, el suyo. Por el
cristal de la puerta vio que los tres pequeños Dalton habían alcanzado una
frenética actividad, saltando en los asientos y corriendo por el estrecho
pasillo mientras papá y mamá con los auriculares puestos miraban embelesados la
pantalla de televisión en la que se proyectaba una película de video, una
sonrisa distraída dibujada en sus estúpidos rostros, ajenos al caos que se
generaba a su alrededor. Los gritos de los pequeños le llegaban a través de la
puerta cerrada; el resto de pasajeros enterraban su frustración y enojo como
podían. Muchos habían abandonado sus asientos.
César se dio una palmada en la frente al
tiempo que intentaba controlar la rabia que le bullía cada vez más por dentro.
Volvió sobre sus pasos y se detuvo en el habitáculo entre vagones. Se colocó
junto a un hombre corpulento —no, obeso— y bajó el asiento abatible que ocupó
dejando caer todo su peso al tiempo que estiraba como podía las piernas. El
hombre corpulento hablaba a gritos por su móvil en catalán y se reía a
carcajadas haciendo oscilar su voluminoso cuerpo y su papada a un ritmo
frenético. Al poco, la puerta corredera siseó y dos personas atravesaron el
habitáculo riendo divertidas. Cierta decepción le enfrió un tanto el espíritu
cuando César vio pasar a la guapa morena de enormes tetas abrazada a un canoso
cincuentón en bastante buena forma que estaba a punto de comerse lo que él
había rechazado. La mujer no reparó en él; con un ágil movimiento abrió una de
las puertas de los aseos que se ubicaban a ambos lados del estrecho pasillo y
se perdió dentro con el cincuentón. Las risas y los jadeos se alternaban con
una intensidad creciente y muy ilustrativa de lo que dentro estaba sucediendo.
El hombre que se encontraba junto a César, interrumpió su conversación por el
móvil, soltó un exabrupto con sonrisa burlona y le dio a César un codazo en las
costillas que le sonrió con fingida camaradería mientras perdía la vista en el
paisaje a través de la ventanilla.
Los jadeos, gemidos y los «¡ay sí, así, más, más!» llegaron a su clímax y cesaron. La
puerta se abrió al poco; los dos improvisados amantes salieron sin mediar
palabra y se perdieron tras la puerta corredera del coche 6.
César
no apartó la mirada de la ventanilla. Por fin, dejó caer un momento los
párpados y dejó su mente vagar a su aire. De pronto abrió los ojos. A una
velocidad algo menor desfilaron ante su anhelante mirada los letreros que
anunciaban que se encontraban en Ciudad Real y que su penoso viaje, en algo
menos de tres cuartos de hora, tocaría a su fin.
Obra
Registrada en SafeCreative y en el Registro de la Propiedad Intelectual de
Sevilla
© María Dolores Montalvo
Carcelén
Todos
los derechos reservados
Portada: © José Montaño
Prohibida
la reproducción total o parcial del texto sin
autorización de la autora o de la portada sin autorización de su autor.
ISBN:
978-84-614-2121-3
DL:
M-19980-2010
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