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El
esclavo masajeaba la espalda de Marcelo con aceite de almendras. El cuestor se
encontraba desnudo tumbado en un lecho boca abajo, con las manos cruzadas bajo
la barbilla. En la casa que ocupaba desde su llegada a Hispalis existían baños
privados perfectamente dotados, pero una vez a la semana le gustaba ir a las
termas de la ciudad y conversar con otros notables ciudadanos. Había reservado
una sala para uso privado en la que, junto a Marcelo, disfrutaban de los
placeres del agua y los masajes, Marco Galerio, el legado de la legión, Tito
Fabio Buteo y el tribuno laticlavio, Cayo Albio Severo. Marco y Fabio
Buteo estaban en la piscina de agua caliente y Albio Severo tomaba una copa de
vino sentado en un banco.
—El tribuno fue a tu casa porque yo le
indiqué que así lo hiciera –afirmó con severidad Fabio Buteo—. Creí que era una
buena ocasión para que limara asperezas en vuestra tensa relación de una vez
por todas. De todos modos, su comportamiento no tuvo nada de anormal. Era tu
invitado.
—Como tal lo traté –afirmó Galerio.
—Pues se ha quejado de tu proceder.
Afirma que, en todo momento, mostraste tu desagrado por su presencia en tu
casa. No sólo le debías todo tu respeto como invitado tuyo, sino como tu
superior. Te falta tacto, Galerio Celer. En próximas fechas habréis de luchar
en el campo de batalla y se hará necesaria una confianza mutua absoluta. Él te
tendió su mano y su buena voluntad y tú le trataste como a un perro.
—Marco Galerio se comportó como un
anfitrión sin tacha, legado Fabio Buteo –la voz grave del tribuno Albio Severo
contrastaba en gran medida con su aspecto casi adolescente—. Todos los allí
presentes, entre los que me incluyo, podrán dar fe de ello.
—Pues ni siquiera sus esclavos estuvieron
muy dispuestos a satisfacer sus necesidades. Según me ha relatado el propio
Atilio fue bochornoso el comportamiento de esa esclava tuya.
Marco hizo un gesto al tribuno
invitándole a guardar silencio. De nada serviría más explicaciones. El legado
Fabio Buteo consideraba como única válida la versión de Atilio Varo. Y no se
podía negar que la esclava le había golpeado al defenderse de sus pretensiones.
Las marcas moradas de su rostro y la brecha sobre una ceja eran la más clara
evidencia.
—¡Un tribuno golpeado por una esclava!
¡Eso, Galerio, es inconcebible y más aún que tú no reprendieras a esa puta como
era tu obligación! –Fabio tomó aire. Se encontraba acalorado, más por la
indignación que por los vapores cálidos de la sala—. Y eso ha pasado en tu
casa. ¡En tu casa y bajo tu techo! Es por todos conocida tu mojigatería con los
esclavos, pero tu obligación como oficial del ejército de Roma y como ciudadano
romano es que recibas a tus insignes invitados como establece y ordena el honor
y la cortesía, máximas que nos hacen lo que somos y no un hatajo de salvajes.
—¡Venga, venga, Tito Fabio! –Terció con
voz meliflua Marcelo— Prefiero abstenerme de mostrar mi parecer en esta
desagradable cuestión, aunque es sabido que Atilio Varo puede llegar a ser un
completo animal en las reuniones más nobles. Es un buen soldado, sin duda
alguna, pero sus modales son los de un cerdo. Estoy convencido de que la
esclava recibirá hoy su más que merecido castigo.
Tito Fabio Buteo, enfadado, se sumergió
en el agua y nadó de lado a lado repetidas veces.
El silencio en la sala de baños fue
absoluto, sólo roto por el chapoteo del agua.
El esclavo recogió sus aceites y
esencias. Tapó discretamente al cuestor con un lienzo y, en silencio, se
marchó. Otro esclavo, de piel oscura como la noche, entró portando una bandeja
llena de dulces que dejó en la mesa cercana a Marcelo, tras lo que se acercó a
Galerio y le invitó con un gesto a que le acompañara fuera del agua. Tomó un strigile
y comenzó a rascarle la piel con movimientos cortos y seguros. Marco recordó
entonces la noche anterior, el asco que le embargó cuando Atilio Varo tomó a
Ana, llevándosela por la fuerza y la impotencia que sintió. Jamás había
sucedido algo igual en su casa. Nunca había consentido que se lastimara a un
esclavo de su servicio. La cena continuó tensa y desagradable. Menos de dos
horas después todos los invitados se habían marchado, demasiado temprano para
lo que tenía dispuesto, que no era otra cosa que una placentera velada de
conversación entre amigos hasta la madrugada. No dejaba de preguntarse cual fue
el motivo que impulsó al tribuno a ir a su casa y no le convencía demasiado la
versión del legado.
Cerró los ojos y vio de nuevo el rostro
arrebatado por el miedo de la esclava.
Recordó el gesto de reproche de Crito y
el odio contenido de Ulpio.
Sí, Ana era sólo una esclava y como tal
se la debía de tener en cuenta. Entonces, ¿por qué se sentía tan miserable?
Cuando Urso entró en la sala y le explicó en un aparte que Ana había intentado
quitarse la vida sumergiéndose en el arroyo helado, el dolor que tal noticia le
ocasionó lo desconcertó. Esa difícil y extraña mujer se había clavado en su
cabeza y le retaba a sacarla de allí por las malas, con su soberbia y sus
desairadas miradas. Intentaba odiarla, pero no podía. Sentía una amarga
admiración por el valor de esa mujer que luchaba todos los días por recuperar
su pasado, su identidad y su supuesta libertad en un sitio extraño, con un
idioma nuevo, con gentes no siempre amistosas y que, sin embargo, era capaz de
enfrentarse al que se le pusiera por delante por ayudar a los que estaban en
peor situación que ella.
No, Ana no era una esclava más. Era
distinta. Pero no se notaba en su carne o en sus huesos o en su cara. Había
algo en esa mujer de carácter imposible que no le dejaba vivir. Marco quería
luchar con uñas y dientes por arrancarla de sus pensamientos, recuperar el sosiego
que había perdido desde que había llegado a su casa.
El esclavo terminó de rascarle el cuerpo
y Marco se dirigió al lecho para recibir el masaje que tonificaría sus músculos
con aceites y esencias. Fabio Buteo se disculpó con su anfitrión en los baños.
Debía atender con un allegado ciertas cuestiones de su familia en Roma. Se
inclinó ante Marcelo y lanzó una mirada de severo reproche a Marco Galerio.
Éste saludó a Fabio tal y como su rango requería. Cuando el legado se marchó,
el joven tribuno Albio Severo se retiró a un aparte para que un esclavo tonsor
pudiera depilarle y recortarle el cabello.
Marcelo se sentó en los escalones de la
pequeña piscina con una copa de vino en la mano. Marco observó las muchas
marcas y cicatrices que recorrían su piel. Y se volvió a fijar en el extraño
tatuaje que coronaba su hombro derecho y del que jamás había consentido en
rebelarle su significado. A sus años aún seguía en buena forma, fuerte,
musculoso y sin apenas gordura a la altura de la cintura. Con esa luz su
cabello parecía más rojizo y sus ojos más fríos.
—Tu esclava parece que, además de
desobediente y rebelde, posee prodigiosas cualidades como sanadora. Crito me ha
explicado que ha curado enfermedades que algunos de sus colegas médicos han
sido incapaces, como la de Claudia y sus hijos. Es la comidilla de la ciudad.
Es algo que va más allá de la insólita forma en la que salvó a tu tío.
Marco Galerio sonrió con desgana.
—No se puede negar que es una extraña
mujer y que igual de extraña es su ciencia.
Marcelo suspiró profundamente y dio un
sorbo a su vino.
—Supongo que tales conocimientos pueden
ser beneficiosos para una mayoría y no sólo para cuatro esclavos sarnosos.
—No sé a qué te refieres, padre.
—He redactado un documento en el que se
establece que tú le vendes esa esclava al erario público de la provincia,
rubricado por mi mano como cuestor propretor de Hispania. Así, esta mujer
servirá a los ciudadanos romanos optimo iure, y su ciencia será
beneficiosa para todos. Concretamente, he pensado que podrá ejercer sus dotes
en el ejército al igual que hace Crito y otros destacados médicos más. Si tanto
sabe y tan buenas dotes tiene, salvará vidas donde debe salvarlas: en el campo
de batalla…
Galerio permaneció con la cabeza apoyada
en sus manos para que Marcelo no notara lo que para él suponía esa noticia.
—…Como mantenerla con dinero público es
un gasto y una molestia, mientras que sea plenamente útil permanecerá en tu
casa. Tú tendrás el operae servorum de esa mujer, el usufructo de su
trabajo, mientras que su arte no sea necesario en tiempos de paz. Así podrá
calentar tu cama y aliviarte como supongo que estará haciendo ahora. Aunque me
han dicho que, a pesar de que está ya un poco seca, no arde demasiado bien…
Marcelo se carcajeó divertido por su
propia ocurrencia aunque por el rabillo del ojo agradecía que Galerio
permaneciera con la cara pegada al lecho y no pudiera leer la inquietud que de
verdad mostraban sus ojos. Suspiró con impaciencia.
—Eso sí, hijo mío, considéralo un regalo filial. Mis cuentas se
resentirían un tanto si debo abonarte la suma que tal documento refleja y no
desearía que se me reprendiera en Roma cuando finalice mi cuestura por mis
finanzas. En los próximos días te harán llegar el documento que establece que
esa mujer es ya una esclava pública, copia del que se archivará en el tabularium[1] de la ciudad.
Dejó la copa de vino a un lado, se
levantó simulando un cansancio que no sentía y, tras palmear la robusta espalda
de Galerio con afecto, se marchó no sin antes murmurar unas palabras de
despedida.
Galerio le hizo un gesto al esclavo que
dejó de masajearlo y se retiró en silencio. Una vez solo, se levantó y se pasó
las manos por la cara. En estas semanas no se había planteado darle la libertad
a la esclava, dado que aún no existían pruebas de que antes de su desgracia
fuera una persona libre y de que llegara a su actual condición porque un
tratante la robara o la forzara, pero ahora, con la decisión de Marcelo de
convertirla en una esclava pública, sus posibilidades se habían esfumado casi
definitivamente.
Se puso de pie, enojado. «¡¿Por qué tengo
que sentirme así, por qué, si sólo es una esclava?! »
Un murmullo de voces que se iba
convirtiendo poco a poco en griterío, se extendió por las salas comunes de las
termas. Se cubrió con un lienzo limpio y salió a ver qué sucedía. De algún
rincón del frigidarium surgió Emilio Paullo. Traía el rostro
desencajado; miró a su alrededor y tras verlo, se acercó para informarle de las
nuevas que acababan de llegar de la Citerior y que habían agitado la calma de
los baños y de la ciudad entera:
—¡Cneo Domicio Calvino ha sido asesinado!
Le
costaba moverse con soltura. Le dolía el cuello y la cabeza le latía con furia.
Las piernas le temblaban ante el más mínimo esfuerzo y su espalda estaba más
tiesa que una lápida. Aunque habría agradecido una tranquila jornada de reposo,
quizá acostada en su jergón como le ofreció Hipia con gesto angustiado,
prefería ignorar empecinadamente su malestar y trabajar como lo hacía a diario.
Además, no podía soportar el llanto de su amiga, que cuando veía su rostro
amoratado y sus heridas en el cuello, rompía a gemir como una condenada.
Tampoco quería darle vueltas a la idea desgraciada de quedarse preñada tras un
episodio tan repugnante. Así que, esa mañana aciaga, mantuvo sus manos y su
cabeza ocupadas, lavó la ropa, amasó y horneó el pan, ayudó a Hipia con la
comida, recogió leña que, tras quemarla hasta conseguir cenizas, utilizaría
para obtener su lejía y jabón. A media tarde atendió a un esclavo que se había
roto un dedo del pie al caerle una enorme artesa encima y al declinar la tarde
se dirigió a los corrales para encerrar al ganado.
Cuando se acercaba al cercado donde las
ovejas y las cabras pastaban aburridas, lo vio sentado en el tocón de un árbol.
Nada más verla caminar hacia donde él se encontraba, Ulpio se puso en pie. Ana
no se detuvo cuando llegó a su lado ni redujo su paso. Se limitó a hacer como
si no estuviera.
—¡Ana!
Ella se acercó al vallado y abrió una
pequeña portezuela que lo comunicaba con los corrales.
—Ana, escúchame.
La mujer se volvió hacia él y lo miró
directamente a los ojos.
Cayo se quedó impresionado, mucho más que
cuando la vio postrada en el jergón de la leñera los primeros días de su
llegada a la casa, cuando su rostro se encontraba deformado por los golpes y su
cabello rapado le daba el aspecto de una leprosa. Lo de aquellos días no tenía
nada que ver con lo que veía en ese momento: la cara de Ana presentaba varios
moratones en la barbilla, los labios y la mejilla derecha, algunos arañazos,
pero lo que sin duda más le descompuso el corazón fueron los mordiscos, tres en
el cuello y uno en la mejilla izquierda. Supo, sin necesidad de preguntar al
respecto, que el resto de su piel presentaría marcas similares. Sintió cómo la
sangre abandonaba su rostro y el aire se negaba a entrar en su agarrotada
garganta.
Dio un par de pasos hacia ella con las
manos tendidas. Ana retrocedió con gesto serio e inmutable.
—Vete, Ulpio. Por favor, vete y déjame
tranquila.
—Ana, sólo quiero saber cómo estás y…
—¿Hoy te preocupa cómo estoy, Ulpio? –El
tono de Ana mos- traba un enorme desprecio—. ¿No te preocupaba anoche?
—Por supuesto…
—Os pedí que me ayudarais y nadie movió
un dedo.
Ulpio bajó las manos. No iba a suplicarle
más.
—Está claro que tú no entiendes lo que
eres y lo que eso supone.
Ana le fulminó con la mirada, furiosa.
—¡Os pedí que me ayudarais y nadie hizo nada!
¡Nada!
—Ese hombre era un invitado de Marco
Galerio. Tú, una escla- va. No hizo nada contigo que no le estuviera permitido.
Ella sonrió mostrando un enorme desprecio
por quien tenía delante.
—Hace poco me aseguraste que quieres ser mi
amigo. Mi amigo. ¡Eres un embustero despreciable! Ese hombre me… Todo pasó
delante de vuestras narices y tú, el que dice que quiere ser mi amigo, no
apareciste para quitarme a esa bestia de encima. Si en lugar de ser yo el
atacado hubiera sido tu amigo Marco Galerio habrías sido capaz de perder una
mano por él.
—No me insultes, Ana, no te lo voy a
consentir.
Ana buscó por el suelo y encontró lo que
necesitaba. Cogió una rama larga y retorcida y se la lanzó a Ulpio a los pies.
Sus ojos destilaban un odio infinito.
—¡Toma, esto te puede servir para
azotarme! –se acercó a él y se bajó la túnica por los hombros. Aún con la
camisa interior cubriéndola en parte, Cayo observó con un pellizco de aprensión
que sus senos también presentaban horribles mordiscos—. ¡Venga, castígame,
estás en tu derecho! Recuerda que sólo soy una esclava. No harás nada que no te
esté permitido.
Se miraron a los ojos luchando sin
palabras. Ana tenía los suyos arrebatados de lágrimas pero hacía un esfuerzo
considerable para retenerlas. El orgullo fluía a su alrededor como si formara
parte de su olor.
Por fin, Ulpio se volvió y se marchó con
paso firme. Ana se colocó nuevamente la túnica de lana. Cogió la rama del suelo,
la partió en varios trozos y la lanzó lejos con un grito de desesperación y
rabia. Las ovejas y cabras se arremolinaron en un rincón, asustadas.
Las
noticias eran confusas y el caos que se generó en la ciudad fue absoluto.
Varias versiones del mismo hecho se arremolinaron en el foro, en el mercado, en
los baños, en el puerto. La curia y los magistrados estuvieron todo el día
reunidos desde que se supo la nueva, expectantes ante las noticias que no
dejaban de fluir casi con vida propia. Marcelo permanecía con los magistrados y
presentaba una actitud grave y contenida. Evitó quedarse sólo y mantuvo
constantes contactos con las principales ciudades. La ciudad de Corduba
requirió su presencia como cuestor propretor de la provincia, dada la primacía
de esta colonia sobre las demás ciudades en la región Ulterior. Preparó su
partida para el siguiente día.
Por fin, una hora después de anochecer
llegó un mensajero con noticias fiables desde Osca. Un mensaje escrito por la misma mano del gobernador,
Domicio Calvino, informaba que, efectivamente, había sido atacado con una
falcata por un hombre disfrazado de cerretano, de lo cual había resultado
herido, pero los dioses habían permitido que sus lesiones fueran menores. El
hombre se había quitado la vida con la misma arma con la que había atacado al
gobernador antes de permitir que le cogieran y le interrogaran. La identidad
del asesino no se conocía aún, aunque se sabía, casi con absoluta certeza, que
se trataba de un recluta de la legión dado que en fechas recientes se había
hecho un tatuaje en el antebrazo izquierdo celebrando su enrolamiento. Alguien
lo había embaucado con promesas o conocía algún secreto comprometedor del
desgraciado felón y amenazó con rebelarlo, algo suficientemente horrible para
que se hubiera lanzado a tal empresa. El caso es que parecía demasiado claro
que el muerto no debía de actuar sólo. Era alguien demasiado simple, inexperto
e intrascendente. Tras él debía existir una más compleja red de traición
dirigida a acabar con la vida del gobernador y esa red tenía los hilos muy
largos. El gobernador finalizaba la misiva asegurando que sus investigaciones
llevaban buen curso y que en fechas próximas se dilucidaría quien o quienes
estaban tras este execrable acto.
Marcelo mostró la misiva a los miembros
de la curia y a los magistrados y con ellos se congratuló que la vida del
gobernador ya no corriera peligro. Todos respiraron tranquilos. Informó que
mantenía en pie su viaje a la Colonia Patricia por motivos administrativos y
judiciales. La permanencia del gobernador en Osca durante un periodo de tiempo
indefinido hacía necesaria la resolución de ciertos asuntos improrrogables en
la persona de su lugarteniente, el cuestor propretor de la provincia.
Se retiró a toda prisa a su residencia
acompañado de su guardia personal. Una vez en las dependencias que conformaban
su reducto privado, un esclavo le anunció una visita. Marcelo ordenó que le
hicieran pasar y dio instrucciones para que se retiraran todos los que
conformaban el servicio. Necesitaba intimidad y que no lo molestaran bajo
ningún concepto. El esclavo asintió en silencio, hizo una reverencia y se fue.
Instantes después un hombre entraba en su
sala.
Marcelo sirvió dos copas de vino y le dio
una a su invitado, tras lo que se dejó caer en un lectus invitando al
otro a que hiciera lo propio en el que tenía frente a sí. Con un profundo
suspiro de irritación, el hombre se tumbó.
—Tu hombre en Osca nos ha fallado –dijo
Marcelo.
—Eso parece. Pero las cosas no han sucedido
tal y como narra la carta de Domicio.
El cuestor hizo un mohín de fastidio.
—¡Por supuesto que las cosas no se han
desarrollado tal y como refleja la supuesta carta de Domicio! Me han informado
nuestros hombres que el gobernador está muy grave, aunque parece que se
recuperará de sus heridas. A ese imbécil de la falcata le han traicionado y
nuestro hombre está en una situación muy delicada. Creo que alguien está
llevando a cabo un doble juego.
—¿Y?
Marcelo se incorporó bruscamente,
derramando parte de su vino en la tela que tapizaba el lecho.
—Creo que Cayo Ulpio está detrás de todo
esto. Su llegada a la ciudad trastocó todos mis planes y me obligó a rehacerlos
sobre la marcha. Nuestro hombre me indica que cree que uno de nuestros fieles
no es tal y le está pasando información a Ulpio que actúa en consecuencia. Más
aún, estoy convencido de que en el viaje a Complutum se reunió con uno de sus
espías.
—Entonces, me encargaré de que deje de
ser una molestia –dijo con voz cavernosa el otro.
—Ten cuidado. Recuerda que Marco Galerio
y él son uña y carne. No quiero que mi hijo adoptivo salga dañado por estar
cerca de él.
—Esperaré un tiempo prudencial para
realizar cualquier movimiento, no quiero que nadie llegue a relacionar la
muerte de Ulpio con lo de hoy –el invitado de Marcelo carraspeó, nervioso. Éste
le fulminó con la mirada—. Sé el afecto que le profesas a tu hijo adoptivo,
aunque no sé si te has planteado que pueda estar metido…
—¡Él no tiene nada que ver en todo esto!
—Cuando estuvo en Gades recibió
información del sodomita Lucio Naevio Balbo sobre los planes que se estaban
tejiendo para acabar con la vida del gobernador. Cierto que eran datos muy
vagos e indeterminados, pero cuando llegó el momento de informar a sus
superiores esta información se la guardó. Ése mismo día Cayo Ulpio se
incorporaba como tribuno a la legión acampada en Hispalis. He sobrevivido
gracias a mi desconfianza en las casualidades, Marcelo.
—Quizá sería conveniente separarlos y
enviar a Galerio…
—Yo creo que lo mejor es tenerlos juntos.
Si son una amenaza mejor no tener que dividir nuestras fuerzas para tenerlos
vigilados.
Marcelo se puso en pie y se acercó al
otro hombre con gesto amenazador.
—Te lo voy a decir otra vez para que no
haya equivocaciones: deja a mi hijo a un lado y procura que no salga afectado
de tus medidas contra Ulpio.
El interpelado se puso en pie y dejó la
copa sobre la mesita cercana. Sonrió con afectación.
—Marcelo, para este tipo de empresas es
mejor no tener debilidades. Yo no me la voy a jugar por alguien como él por
mucho que tú le valores.
Dicho esto se giró y, sin mediar palabra,
se perdió por los jardines con paso firme.
Marcelo lanzó, furioso, su copa sobre las
huellas del jardín.
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