Tierras de lusitanos y vetones
El
campamento de los lusitanos se encontraba a algo menos de media milla del que
los romanos se habían construido cerca del río Zêzere. Desde que Marco Galerio
y sus turmas se habían reunido con Cayo Ulpio y sus tropas esa misma tarde, no
habían vuelto a encontrar rastros o indicios de los hombres y jinetes que les
habían seguido desde Civitas Igaeditanorum; se habían disipado como la niebla. Marco le refirió a Ulpio sus dudas
y la posibilidad de que se tratara, no sólo de astures, sino de hombres de
Césaro cuya misión fuera vigilar sus pasos hasta el punto de encuentro.
—No me
preocupa demasiado que puedan ser lusitanos –afirmó con gravedad Ulpio—, me
preocupa que se trate de astures. Estas tierras no son las suyas y que se
alejen tanto de su territorio sólo puede significar una cosa: que se están
preparando, que están revisando la zona por la que tienen intenciones de
atacar, que es justo la más débil de esta provincia. Con apenas destacamentos y
casi ninguna ciudad de importancia que pueda cerrarles el paso, estas tierras
son prácticamente un coladero.
—Daré órdenes de que parta un mensajero
hacia Cordura con una carta tuya para el gobernador.
Ulpio asintió, serio y se dispuso a
redactar el escrito en un papiro. Le gustaba que Marco Galerio y él volvieran a
estar juntos de servicio. Ambos sabían a la perfección qué pensaba el otro en
todo momento; eso hacía innecesarias muchas órdenes banales y las
reiteraciones. A lo que no se acostumbraba ninguno de los dos era a la
diferencia de rango. Siempre habían tenido el mismo grado, pero ahora no. El
cargo de tribuno angusticlavio de Ulpio lo convertía en inmediato superior de
Marco y oraba a diario a los dioses que pudieran escucharle para que eso no les
enfrentara jamás, cosa poco probable dado el carácter respetuoso de Galerio con
la jerarquía, pero en absoluto imposible, si recordaba los enfrentamientos
pasados años atrás entre los dos, de los que no habían hablado jamás y que, por
lo tanto, aún no habían solventado. Se habían limitado a coser la herida y no
le habían extraído antes la ponzoña que la había envenenado. Los dos pretendían
retomar su amistad en el punto donde la habían dejado cuatro años atrás, antes
de que todo empezara a complicarse como lo hizo.
Marco Galerio se levantó y salió de la
tienda. Mantuvo unas palabras con el jefe de su guardia que esperaba a la
puerta, mientras Ulpio escribía.
—Tengo entendido que Roma le ha concedido
a Cneo Domicio una legión más, para afrontar estas tierras y la de los astures
y cántabros –afirmó Ulpio cuando Galerio regresó.
—Sería lo más adecuado. Con sólo dos
legiones no se puede defender y batir un territorio tan basto.
Un decurión pidió permiso para entrar.
Ulpio se lo dio con un gesto de su mano sin levantar la vista de su cálamo y
sin dejar de escribir. El hombre hizo el saludo de rigor y habló:
—Nobles tribunos, he avisado a los
centuriones para que se reúnan con vosotros, tal como habéis ordenado y dos
jinetes estarán prestos para partir hacia Corduba una hora antes de amanecer.
—Muy bien, decurión –dijo Marco—. Puedes
retirarte.
El hombre saludó con el brazo y se
dispuso a salir.
—Apio Póstumo –el decurión se giró de
nuevo ante la llamada de Ulpio—. Que los centinelas informen cada hora de los
movimientos del campamento lusitano.
—Como ordenes, tribuno.
Nuevo saludo y el decurión se perdió, ya
sí, en la oscura noche.
Ulpio terminó de escribir en la tablilla,
la cerró y la selló. Marco se sentó en una silla frente a él, dejando caer todo
el peso de golpe en tan minúsculo mueble y poniendo a prueba su resistencia. La
silla crujió a modo de protesta.
Ulpio se recostó en el escueto respaldo
de la suya.
—Te veo muy cansado, Marco.
Galerio suspiró y se masajeó el puente de
la nariz con los dedos.
—No duermo bien, eso es todo.
—Nos quedan aún largas jornadas de
trabajo.
Marco le fulminó con la mirada.
—No te preocupes, tribuno, cumpliré con
lo que se espera de mí.
—No pongo en duda, ni por un momento, tu
capacidad –Ulpio sonrió conciliador—. Quiero que trabajemos juntos como antes.
Que seamos un solo cuerpo con dos inteligencias.
Marco observó detenidamente a su amigo.
Ulpio no supo interpretar su intensa mirada. Agradeció que tan tenso momento se
viera interrumpido por la entrada de los centuriones de ambas unidades, que
tras los saludos de rigor, se pusieron con los tribunos a delimitar su
estrategia de los próximos días y a definir la asamblea que al día siguiente
sostendrían con los jefes lusitanos. La reunión terminó un poco antes de
medianoche. Tras irse a descansar a su tienda, Galerio consiguió arrancarle a
la noche algunas horas de sueño, aunque plagadas de pesadillas desconcertantes
que, lejos de proporcionarle descanso, contribuyeron a dejar su cuerpo como si
hubiera sido pisoteado por una manada de caballos salvajes. El humor con que
afrontó la mañana era acorde con el aspecto del cielo, que les recibió de
amanecida plagado de negras, espesas nubes y un gélido viento que escocía en la
piel.
Mediante el intercambio de mensajeros,
ambos grupos acordaron reunirse en el campamento romano. Pasaban dos horas
desde el amanecer cuando, por la ladera, los centinelas vieron acercarse una
comitiva formada por unos cincuenta jinetes, dirigida por el que abría la
marcha y que controlaba el paso de los demás a base de gestos con sus manos y
silbidos. Los caballos avanzaban en un ligero trote que denotaba la aparente
despreocupación de quienes los montaban, importante carta de presentación a la
hora de ser recibidos por la representación en aquellas tierras del imponente
poder militar de Roma.
A las puertas del campamento les
esperaban, desde que habían sido avistados por los centinelas, el tribuno
angusticlavio, Cayo Ulpio y el tribuno de caballería, Marco Galerio, ambos
escoltados por todos los centuriones de ambos cuerpos y sus correspondientes
portaestandartes, aparte de una guardia de diez hombres por cada cuerpo. Marco
había insistido en que debían recibir a los lusitanos a caballo, pero Ulpio se
negó en rotundo; afirmó que los gestos en este tipo de situaciones son
fundamentales. Al recibir a Césaro y sus gentes a pie mostraban una actitud
amistosa, no beligerante y se les reconocía su autoridad dentro de su tribu
para negociar asuntos tan vitales. En definitiva se les reconocía su valía y su
importancia para Roma. Sin embargo, ello no era óbice para que, dentro del
recinto del campamento, casi todos los legionarios y la mayoría de la
caballería, permanecieran alertas con sus armas en la mano dispuestos a actuar
rápidamente ante cualquier movimiento de ataque inesperado por parte de los
lusitanos. Era necesario mostrar confianza en un posible aliado, pero nunca era
aceptable el exceso de dicha virtud ni bajar la guardia. La propia vida y la de
muchos hombres estaban en juego.
Césaro hizo un gesto con la mano a sus
hombres y todos se detuvieron a la vez, a unos veinte pasos de la
representación romana. De un simple vistazo se reconocía quién mandaba entre
esos hombres aunque todos mostraban una vestimenta similar formada por túnicas
cortas hasta las rodillas, petos de cuero o metal, abrigados con sagum,
con trapos enrollados en las pantorrillas, la mayoría descalzos. Portaban un
escudo redondeado colgado a la espalda y una espada corta y recta que sujetaban
a un lado de su montura; ningún emblema adornaba sus ropas o yelmos que los
diferenciara unos de otros, mostrando alguna jerarquía. La majestuosidad del
jefe lusitano, que se presentaba algo más avanzado con respecto al resto,
estaba en su porte, en su semblante atento y grave, en su mirada suspicaz,
inteligente. De tez morena, cabello negro y largo que le enmarcaba un rostro
duro, con largo bigote y barba de igual tono que daba a su cara un aspecto más
maduro de lo que era en realidad. Los ojos de los romanos se posaron todos a
una en este hombre singular como se haría con un gato salvaje a punto de saltar
sobre sus rostros. El silencio era sólo roto por el trinar lejano y vibrante de
los pájaros en las riveras del río, el piafar inquieto de alguna de las
monturas y el golpe sordo de sus cascos en la tierra húmeda. Ambos bandos se
observaban con detenimiento.
Ulpio se adelantó un par de pasos,
levantó su brazo a modo de saludo y les habló en su lengua:
— Os
damos la bienvenida en nombre de Roma y su pueblo. Os recibimos en paz en nuestro
campamento y os agradecemos vuestra comparecencia.
Césaro contuvo una sonrisa; un brillo
burlón iluminó sus oscuros ojos que semejaron jades. Levantó su brazo imitando
el gesto del oficial romano y luego cerró su mano en un puño al tiempo que cruzaba
el brazo sobre su pecho. Sin mediar aún palabra alguna hizo otro gesto con su
mano y, al tiempo que él y seis de sus hombres descabalgaban, el resto tomaron
las vacías monturas por sus riendas y se retiraron varios pies más allá; nunca
demasiado lejos de su jefe.
—Sed bienvenidos, romanos –Césaro hablaba
en un aceptable latín—. Siempre es agradable ser recibido por extranjeros que
se toman la molestia de hablar en nuestra lengua, pero las vicisitudes de los
últimos años nos han hecho entender que también es preciso dominar el idioma
del conquistador; así es más fácil saber cuales pueden ser sus pensamientos,
sus intenciones.
El semblante de Césaro se iluminó en una
enorme y radiante sonrisa de autocomplacencia. A Cayo Ulpio le costó contener
un gesto de sorpresa, no así a Marco Galerio que permaneció impertérrito.
—Bueno es que ambos pueblos se entiendan,
sin duda. Siempre es más fácil si se conoce la lengua del otro –Ulpio hizo un
gesto de bienvenida con el brazo—. Hemos venido para negociar nuestra alianza y
es mejor hacerlo en buen ambiente. Entrad en nuestro campamento y hablemos en
mi tienda cómodamente.
Césaro dudó un instante aunque no perdió
ni por un instante su sonrisa, ya cínica. Susurró unas pocas palabras a sus
hombres y con semblante decidido y serio se dirigieron hacia donde se
encontraban los oficiales romanos. Césaro se plantó ante Ulpio y éste le
dirigió unas palabras de cortesía en su lengua. Las tropas romanas se abrieron
en dos grupos homogéneos delimitando un pasillo y la legación lusitana entró en
el campamento, seguida de cerca por Cayo Ulpio,
Marco Galerio y los centuriones.
Las negociaciones se realizaron en la
amplia tienda de Ulpio y se desarrollaron durante cerca de cuatro horas. Al
final ambas partes salieron satisfechas de los acuerdos alcanzados que
establecían que los lusitanos colaborarían con la legión XXX como auxilia
de caballería, aportando entre quinientos y seiscientos jinetes, es decir, unas
dieciséis turmas, cuyo mando recaería en Ausa, nombrado jefe del ejército
lusitano por los ancianos de su tribu y por Césaro, como su sucesor y
lugarteniente, aunque el mando romano sería responsabilidad de Marco Galerio y
a él directamente estarían supeditados en la jerarquía de dicha legión. A cambio,
saldrían beneficiados en los repartos de los futuros botines tal como
estableciera el legado propretor o en su defecto, de un salario. La vigencia de
ese acuerdo sería por un año, transcurrido el cual los jinetes lusitanos que lo
desearan podrían enrolarse en la legión. En el acuerdo se incluía que Césaro y
sus hombres les acompañarían en su misión de exploración en tierra de vacceos y
vetones, en los alrededores de Salmantica, para posibilitar la construcción de
una calzada romana desde Vicus Caecilius
Césaro partió del campamento romano para
reunirse con el resto de sus hombres e, inmediatamente, un mensajero partió
hacia Aeminium, para informar a Ausa y al consejo de la tribu del acuerdo
alcanzado. Ulpio y Marco Galerio observaron las idas y venidas de los lusitanos
desde el parapeto de su campamento. Esperaban que la confianza que habían
depositado en los nuevos auxiliares lusitanos mereciera la pena. Cayo soltó al
gélido viento las palabras que se agolpaban en la cabeza de su compañero, como si
le hubiera leído la mente:
—Nuestra suerte a partir de mañana está
en las manos de ese gato salvaje que maúlla en latín.
Marco Galerio no pudo contener una
sardónica sonrisa que no consiguió proporcionar ningún brillo a sus apagados
ojos.
—Todas las dudas que nos mortifican serán
disipadas en los próximos días –añadió Marco—. Mientras tanto, deberemos evitar
dormir sin tener nuestra espada en la mano.
Dos días más tarde partieron rumbo al
norte. Los campamentos fueron desmantelados. Césaro y sus hombres empezaron a
aceptar las órdenes de ambos tribunos de tal forma que acataron la distribución
de su caballería como vanguardia, alas y retaguardia, de tal forma que sus
jinetes envolvían a los legionarios de a pie, más vulnerables, en el avance. Un
par de exploradores romanos y otro lusitano se adelantaron varias millas para
reconocer los terrenos y poder marcar a los demás el camino más seguro y
adecuado a seguir. Al día hacían una media de veinte a veinticinco millas,
limitados por el avance a pie de los legionarios, y acampaban por separado,
siempre en la cercanía de algún río o arroyo y en zonas despejadas o altozanos
que facilitara su defensa. Los días eran muy fríos lo que empeoraba al caer la
noche. El sol les acompañó todas las jornadas durante las horas diurnas, pero
no calentaba, era sólo un disco pálido colgado de un cielo grisáceo. El suelo
estaba tan helado que crujía bajo sus pies y los cascos de los caballos. Los
prados y montes aparecían cubiertos de una capa blanquecina a todas horas del
día, por efecto del rocío congelado.
Fue durante la segunda jornada de avance
cuando los exploradores indicaron, sin lugar a dudas, que les estaban
siguiendo. Césaro expuso a Marco Galerio la necesidad de modificar el rumbo
para evitar las zonas más escarpadas cercanas a la sierra y disminuir así la
posibilidad de una emboscada en un terreno en el que la defensa fuera difícil.
El avanzar en terrenos abiertos posibilitaba que el efecto sorpresa fuera menor
y que la respuesta a un ataque fuera rápida y efectiva. Así se hizo. El cambio
de rumbo aumentaría la distancia que debían recorrer hasta Vicus Caecilius,
pero debía primar la seguridad de
la expedición. Los exploradores avanzaron hasta la población vetona-lusitana de
Capara [1].
Ulpio
consideró conveniente que todos los hombres marcharan preparados para
reaccionar de inmediato ante un posible ataque; así los hombres cargaban con su
impedimenta, pero los escudos iban al descubierto y sus espadas al cinto.
Al
amanecer de la cuarta jornada se produjo el ataque. Un enjambre de hombres
apareció de la nada y bajó por una empinada pendiente con sus falcatas en la
mano, corriendo, chillando enloquecidos, mientras que una hilera de arqueros y
honderos disparaban sus proyectiles desde una posición elevada. Los
legionarios, oficiales y soldados, se quitaron rápidamente los mantos y
adoptaron de inmediato una disposición defensiva en cuña, en perfecta
formación, blandiendo en actitud protectora sus escudos y sus pila,
esperando a que la lluvia de flechas y piedras cesara. La caballería auxiliar
atacó a los indígenas desde los laterales, envolviéndolos, posibilitando así el
poder separarlos de su grupo principal y lanzar un ataque por la retaguardia.
La caballería legionaria se distribuyó por el frente, separando a los atacantes
en grupos y por los laterales, apoyando el ataque auxiliar. Marco observó con
satisfacción que Césaro no ponía en duda su autoridad y que se mezclaba con sus
hombres dando mandobles con su espada a diestro y siniestro. Galerio se
introdujo con su montura en el grupo central de defensa y con su gladius
consiguió acabar con varios indígenas, aunque llegó el momento en que se vio
obligado a descabalgar, ya que se veía un blanco fácil, atrapado y sin
posibilidad de maniobrar. Cerca de él escuchaba a Ulpio gritar órdenes como un
loco; había perdido el yelmo y el cobrizo cabello aparecía empapado de sangre
procedente de una brecha que tenía a un lado de la cabeza. La sangre de muertos
y heridos cubría el suelo, antes helado y crujiente, poco después húmedo y
resbaladizo. Los indígenas, cuyo número Marco calculó que serían unos
trescientos, luchaban como posesos, pero la estrategia romana fue más acertada.
Entendiendo que continuar el ataque era una maniobra suicida, un cuerno en la
lejanía indicó el final del mismo y todos los indígenas a una abandonaron el
campo de batalla, portando a sus heridos y dejando tras de sí a sus muertos.
Los jinetes lusitanos persiguieron a los más rezagados con intención de
aniquilarlos, pero Marco Galerio ordenó a Césaro que los hiciera volver,
excepto a dos jinetes que debían seguirlos para observar sus movimientos y sus
posibles intenciones de volver a atacar. El jefe lusitano obedeció en silencio
con un gesto de profesionalidad que decía mucho de su experiencia en el campo
de batalla. Inmediatamente transmitió las órdenes a dos de sus hombres que
salieron a galope.
Los
vencedores soltaron gritos de júbilo, algunos lanzaron sus yelmos al cielo,
exultantes de alegría. Cayo Ulpio, sentado en una enorme roca, era atendido de
sus heridas por el médico de sus cohortes; todas sus lesiones eran
superficiales aunque no lo pareciera dado el manto de sangre que lo envolvía.
Su gesto permitía saber cuales eran sus pensamientos. Marco Galerio se acercó a
él y le ofreció agua de su cantimplora.
—Nuestras bajas han sido seis muertos y sesenta heridos, incluyendo los
lusitanos, y una montura muerta. Las suyas, veinte muertos. Ha sido una
maniobra rápida.
Ulpio
bebió un largo trago y suspiró. Césaro se acercó aún montado en su caballo el
cual, todavía nervioso por la refriega, caracoleaba pateando el suelo; el
brioso animal resoplaba lanzando hileras de baba al ensangrentado suelo, el
hermoso pelo negro cubierto de una pringosa capa blanca de sudor. El jefe
lusitano bajó de su montura con un ágil brinco, le dio las riendas a uno de sus
hombres mientras le susurraba cortas órdenes en su lengua. El jinete asintió y
se marchó con un ligero trote.
—Tribuno Cayo Ulpio –dijo Césaro con tono grave— esos indígenas eran
astures, probablemente Brigaecinos o Saelenos; yo me inclino por estos últimos,
dados sus colores y la enseña del que los guiaba.
—Están
un poco lejos de sus tierras para esta época del año –dijo Ulpio— y no creo que
estén buscando víveres.
—No, no
parece ser esa su intención –terció Marco—. Quizá son una avanzadilla para
frenar el avance de las tropas romanas. Cuando vuelvan los exploradores, que me
informen al momento de sus posiciones y su número.
—No
vamos a permanecer más tiempo aquí –Ulpio se puso en pie—. Ordenad a los
hombres que se curen las heridas y que se ocupen de los muertos. En dos horas,
a lo sumo tres, emprendemos la marcha hacia nuestro objetivo. Quizá podamos
hacer diez o doce millas en lo que resta de jornada; procuraremos que sean más.
Marco y
Césaro se miraron. El tribuno no pudo interpretar lo que los negros ojos del
lusitano le decían; quizá era lo mismo que pensaba él. Aunque el ataque había
sido menor y de pocas consecuencias, lo más adecuado era descansar y partir al
siguiente día. Césaro saludó a los oficiales romanos y se perdió entre sus
hombres.
—Y si
descansamos un poco y partimos mañana…
—Este
ataque me ha parecido demasiado arriesgado para esos salvajes. Eran pocos, no más
de trescientos o cuatrocientos, apenas nada si lo comparamos con nuestras
fuerzas. Se han dejado ver varios días antes, forzándonos a variar nuestra ruta
inicial. Algo me dice que ha sido una maniobra de despiste, que pretendían
desviarnos de nuestro camino y entretenernos mientras el grueso de sus fuerzas
se dirigía a otro lugar más importante para ellos. Creo que nos han utilizado y
que les ha salido bien, de esta forma hemos perdido tres o cuatro jornadas, que
serán más si nos paramos ahora.
—¿Crees
que Césaro nos desvió de nuestra ruta para esto?
—Marco,
yo no descarto nada.
—Si eso
es cierto, está compinchado con los astures.
—Amigo,
tú lo has dicho y eso es lo que pienso que puede haber pasado. Y si es así,
creo que vamos directos al Hades. Debemos partir cuanto antes.
Emprendieron camino tan rápido como fue posible pero antes oficiaron un
rápido funeral e incineraron y enterraron a sus compañeros muertos. En el
improvisado campo de batalla quedaron los cuerpos de los astures muertos en la
refriega. Si sus compañeros no los rescataban quedarían a merced de los
carroñeros. Varios buitres sobrevolaban ya perezosamente el plomizo cielo.
Dos
jornadas más tarde entraban en Vicus
Caecilius. Allí les esperaban
malas noticias. Varios oppida vacceos habían sido atacados por los
astures y en la jornada previa el vicus había tenido que rechazar otro ataque. Era
evidente que las suposiciones de Cayo Ulpio no habían sido exageradas. La ruta
hasta Salmantica quedaba
cortada y, por lo tanto, las expectativas de alargar la construcción de la
calzada hasta allí quedaban comprometidas por el momento. Inmediatamente, Cayo
Ulpio decidió enviar mensajeros hacia Hispalis, con la intención de informar al legado Fabio
Buteo de las nuevas dificultades de la zona. Esa noche a la plaza arribaron dos
jinetes procedentes de Complutum
que le informaban que el gobernador había emprendido camino con las cohortes de
la legión XXVIII que se encontraban en Corduba hacia Osca[2]. Los ataques indígenas en los Montes
Pirineos, concretamente de los cerretanos, eran constantes y había que
cortarlos como fuera. Los acontecimientos hacían pensar que las diversas tribus
astures y, probablemente, las cántabras se estaban aliando para hacerle la vida
imposible a los romanos. Eso no se resolvería con escaramuzas aisladas y había
que establecer un programa más organizado que posibilitara resultados. Se les
ordenaba permanecer en Vicus Caecilius hasta que fueran relevados por
dos cohortes de la XXVIII, tras lo que ellos volverían a Hispalis, con el resto
de su legión. Parecía que ya era oficial la concesión de una tercera legión
que, aunque aún no tenía fecha de arribada, se establecería en la Península con
intención de pacificar y someter los territorios cántabro-astures. Así lo
deseaba Octaviano, responsable último de Hispania y dedicaría las fuerzas
necesarias para que así fuera. Se tardara lo que se tardase. Lo que era
intolerable es que un grupo de salvajes pusiera en peligro los intereses
económicos y el potencial minero de una zona tan rica y tan importante para
Roma.
Tanto
Cayo Ulpio como Marco Galerio tuvieron la misma sensación ante las nuevas
recibidas y ante las órdenes que estaban obligados a acatar. Se les retiraba
del principal campo de operaciones de Hispania y se les relegaba a la Ulterior.
Eso iba en detrimento de su carrera. Ninguno de los dos se atrevió a expresar
en palabras al otro sus suposiciones, pero ambos pensaron en idénticos
términos.
Quizá
Marcelo no fuera del todo ajeno a tales maniobras.
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