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Capítulo IV
Cneo
Domicio Calvino, era el gobernador de toda Hispania, tanto de la Citerior como
de la Ulterior, desde el inicio de ese mismo año 714[1]
AVC. Había luchado en el bando cesa- riano durante la Guerra Civil, en
el frente oriental, y había partici- pado en la batalla de Farsalia. Tras esta
victoria permaneció en la zona y se le adjudicó el cargo de gobernador de Asia.
No estaba demasiado orgulloso de sus errores militares, que le llevaron a la
aplastante derrota de la batalla de Nicópolis en la que hubo de intervenir el
propio César para evitar un irremediable desastre, pero ello no supuso que se
le retirara la confianza que en él había depositado el gran militar y
estratega. Tras el asesinato de Julio César volvió a ocuparse de importantes
cargos. Luchó en la batalla de Filipos contra los asesinos del dictador y
volvió a sufrir varios desastres más, incluso la pérdida de dos legiones en el
transcurso de una travesía por mar. Ante las desavenencias entre los triunviros
permaneció en el bando de Octaviano; aunque fue responsable de varios fiascos
estratégicos, se le volvió a premiar con un consulado y después fue enviado a
Hispania por el heredero de César para ocuparse del gobierno de tan importante
provincia.
Por todas estas razones el quaestor
propretore e inmediato subor- dinado suyo en el gobierno, Sexto Ulpio
Marcelo, lo despreciaba sobremanera y lo consideraba un inútil como militar y
como político, que había conseguido mantenerse en la cumbre del poder gracias a
sus buenas relaciones en Roma y a las influencias de su noble y renombrada
familia. Marcelo, a su vez, era un notable militar que había hecho su cursus
honorum de forma muy brillante, pero no había llegado a pasar de cuestor
y a su edad sabía con certeza que no lo conseguiría. Su ascendiente en Roma le
había permitido destacar frente a otros candidatos en diversas
responsabilidades en las provincias, pero había tocado techo; esta certeza le
llenaba de indignación. Sobre todo al tener como superior a un individuo tan
mediocre, según su particular punto de vista, como el que le había tocado en
este destino.
Marcelo llevaba en Hispania bastantes
años ya. Desde su última cuestura en la Galia, había desempeñado su cargo en la
Citerior durante la guerra civil, y se ocupó de la pretura de la Tarraconense
cuando César venció en Munda. Por aquellos días, el gobernador fue llamado a
Roma y, entonces, Marcelo ocupó el cargo de forma interina. En su fuero interno
estaba convencido de que había llegado su momento, de que tras varios cargos
militares en varias legiones como legado, sus cuesturas y su último cargo de
pretor se le adjudicaría, por fin, el de gobernador, dado que estaba preparado
como el que más. Pero no; a principios de este año enviaron a Cn. Domicio Calvino
como procónsul y él volvía a un segundo plano como cuestor. Esto desencadenó
que, de forma desesperada y como último recurso, sus filias políticas orbitaran
alrededor del herrum- broso espectro de Marco Antonio. Este hecho nunca lo
había mani- festado de una forma abierta, aunque era un rumor de importante
peso que serpenteaba por los foros hispanos. Marcelo conocía lo que de él se
comentaba y no hizo nada por desmentirlo, aunque en sus actividades cotidianas
y políticas su seriedad a nadie podía indicar que estuviera más que harto de la
gestión en Hispania de Octaviano: era correcto y eficiente, aunque dejaba que
germinara esta semilla de duda que le permitiría medrar con algo más de éxito
si al final el que descollaba en el tira y afloja era Marco Antonio y no
Octaviano. Esta ambigüedad política era un arma peligrosa de manejar, pero para
Marcelo merecía la pena el esfuerzo y los frutos podrían superar en gran medida
tantos desvelos. Era un hombre paciente y sacrificaría lo que fuera preciso
para obtener sus metas.
El gobernador había partido de Roma por
barco y había llegado a Tarraco, la que desde seis años atrás Julio César
constituyó como colonia con el incómodo nombre de Colonia Iulia Urbs Triumphalis Tarraconenses. Por supuesto, salvo en los documentos legales, nadie se
refería a esta importante ciudad de la Citerior con este nombre, sino que todos
recurrían al original. Desde allí había
recorrido ya varias ciudades y enviado mensajeros a colonia Patricia
Corduba, capital aún oficiosa de la Ulterior, y a Hispalis para indicar que
se había puesto ya en camino hacia tierras meridionales. Marcelo acompañaba a
Domicio Calvino desde su llegada a Ilerda[2]
y su actitud solícita a pocos engañaba, aunque en sus maneras y trato nadie
podía mostrar queja alguna. Al final de la jornada anterior habían concluido,
por fin, el paso de los Mariani Montis y se encontraban cerca ya de Castulo[3].
Se habían visto en la necesidad de conceder una jornada de descanso a los
hombres y a los animales que cargaban con los enormes carros, obligados por la
desagradable cuestión de que no había cesado de llover en tres días y los
caminos estaban casi intransitables. Habían acampado y esperaban que el
siguiente día amaneciera algo más benévolo.
Marcelo estaba recostado en su silla,
sobre cómodos cojines, mientras uno de sus esclavos le rasuraba el rostro. De
cara redonda y cabello castaño, casi rojizo, tenía unos penetrantes ojos de
color verde azulado que no dejaban indiferente a casi nadie. Pasaba
holgadamente de los cincuenta y cinco años, pero en su rostro apenas aparecía
alguna arruga que la surcara, aunque múltiples cicatrices le proporcionaban un
aspecto duro y un poco cruel que él disfrutaba fomentando con su mal carácter y
sus explosiones de ira que pocos sabían ver venir. Muchos bulos corrían por ahí
con respecto a su persona, como que disfrutaba estrangulando animales
domésticos con sus propias manos. Era una leyenda viva, hecho que se veía
agigantado porque no permitía a casi nadie que se acercara a él; nadie podía
presumir de ser su amigo y Marcelo no dejaba entrever que su persona fuera
capaz de ejercer afecto alguno por los que le rodeaban. Por nadie, excepto por
Marco Galerio Celer.
El esclavo finalizó su tarea y le
embadurnó el rostro con el aceite perfumado que tomó de un pequeño frasquito. A
Marcelo le encantaba que su aroma le precediera y no ahorraba en gastos para
obtener los más preciados perfumes que usureros comerciantes le proporcionaban
desde lejanas tierras orientales a cambio de pequeñas fortunas.
Marcelo se levantó y se estiró con
pereza. Su imponente musculatura, fruto del constante ejercicio y trabajo, se
dejó vislumbrar a través de su delicada túnica de exquisita factura. El esclavo
recogió los enseres de aseo y se retiró en silencio. Una vez solo, se sirvió en
un vaso un aromático vino de la tierra que le gustaba tomar sin agua y sin
especias. Bebió un largo sorbo y lo retuvo unos instantes en la boca,
tragándolo después con deleite. Recordó tiempos ya lejanos que siempre se esforzaba
por no traer a la memoria; escasos eran los momentos en que se permitía volver
a su infancia y a su juventud… No, prefería no recordar. Esos días estaban
definitivamente pasados y era muy consciente de que jamás podría volver a
ellos; sin embargo, este hecho, lejos de apenarle, le alegraba. Durante su
infancia y sus primeros años de juventud pensó que jamás llegaría a destacar en
nada, pero un pequeño giro en su destino le proporcionó la posibilidad de
llegar a cotas que nunca se podría haber imaginado. Aún así, tras un cursus
militar y político impecable, los puestos de más relumbre se le resistían.
Sabía, siempre había sido consciente de ello, que con su esfuerzo y con unos
dados bien lanzados la diosa Fortuna podría volver a sonreírle. Y bien podían saber
los dioses que él no cejaría jamás en su empeño. Jamás.
Dejó el vaso en la mesa y se sentó. Tomó
dos pliegos de papiro y un cálamo y redactó unas pocas palabras en uno y un
pequeño texto en el otro. Seguidamente llamó a su esclavo y le pidió que
avisara a uno de sus hombres, un centurión de la legión XXVIII, de origen
griego, al que llamaban Artemidoro, el único que era de su total y absoluta
confianza en un maremágnum de imbéciles y aduladores, alrededor del idiota
mayor, que no era otro que el gobernador. El centurión debía de estar cerca de
la tienda del cuestor porque tardó apenas un instante en entrar. Marcelo
observó cómo el hombre se sacudía el manto y pateaba en el suelo intentando
escurrir la lluvia de sus ropas mientras le sonreía. Seguidamente le hizo el
saludo de rigor con el brazo. De tez aceitunada, ojos negros y blanquísimos
aunque perrunos dientes en una boca enorme de gruesos y lascivos labios rojos,
más propios de una hetaira que de un curtido soldado, sonreía seguro de dónde se
encontraba y ante quién. Tenía el grado de centurión, un suboficial, pero era
el hombre al que Marcelo recurría cuando tenía alguna delicada labor que llevar
a cabo. Y ésta lo era sin lugar a dudas.
Desde Tarraco se habían hecho acompañar
de parte de la legión XXVIII a la que el centurión estaba adscrito, dejando el
resto repartido entre Tarraco y varios campamentos en tierras de los vascones,
en las faldas meridionales de los Montes Pirineos. Cuatro cohortes venían con
ellos para reforzar la región meridional de la Península, ante los movimientos
militares llevados a cabo en la vecina Mauritania por Bogud. El legado
propretor Tito Fabio Buteo había enviado un correo urgente en el que explicaba
la delicada situación en el Estrecho.
Desde los años en que Asinio Polión había sido gobernador de las
provincias hispanas, esta legión, la XXVIII, más la XXX, reclutada en tiempos
de César en Italia para ser utilizada en la guerra civil, habían permanecido
como retén permanente en estas tierras.
Bastante trabajo había costado que no se fuesen con Marco Antonio,
cuatro años atrás, para participar en la guerra de Mutina[4];
Marco Antonio tentó a los legionarios con una cantidad de quinientos denarios a
entregar a cada soldado si resultaban vencedores, pero lo escaso del premio
desinfló las voluntades y la legiones se quedaron donde estaban, para
satisfacción de Asinio Polión, indiscutiblemente. Por lo tanto, cuatro cohortes
de la legión XXVIII, el nuevo gobernador de Hispania y su cuestor se dirigían a
Corduba para pasar allí el invierno, aunque Marcelo, de forma unilateral, había
decidido seguir camino hacia Hispalis para reunirse con la legión XXX y
reponerle la cohorte que se había llevado consigo a la Citerior en su inefable
misión de bien- venida. Deseaba encontrarse nuevamente con Marco Galerio, sin
contar que desde Hispalis le resultaría más sencillo el poder poner en marcha
parte de su plan. Era necesario que estuviera lejos del gobernador y de su
grupo particular de lameculos, aunque no demasiado.
—Artemidoro, entrega estas dos misivas
personalmente; ésta, al tribuno Marco Galerio –dijo Marcelo mientras enrollaba
y sellaba el documento—. Y ésta, a quien tú ya sabes –el centurión tomó ambos
rollos—. Encárgate además de que la ciudad me reciba adecuadamente y que se me
proporcione una domus acorde a mi cargo y a mi persona. La última más
parecía un establo que otra cosa –sonrió—. Que procuren que no me sienta
insultado.
—No te preocupes, noble Marcelo –los
dientes de lobo del centurión iluminaron la penumbrosa tienda—. Yo,
personalmente, elegiré tu residencia y si debo patear el culo de algún miembro
de la curia o de los magistrados lo haré gustosamente.
Marcelo rió de buena gana. Le encantaba
la fanfarronería que un cuerpo tan pequeño como el de Artemidoro era capaz de
exhalar. A veces, al mirarlo, se preguntaba cómo habían podido admitirlo en el
ejército. Indiscutiblemente, tantos años de guerras habían esquilma- do a la
población; debían de estar muy necesitados de ciudadanos en su día para haber
enrolado a alguien tan corto de estatura como este centurión[5].
No se le podía negar que lo que le restaba en físico le sobraba en resolución,
arrojo, fortaleza… y discreción.
—Confío plenamente en tu habilidad,
Artemidoro, pero espero que no tengas que recurrir a métodos demasiado
expeditivos.
Sin perder por un solo instante la
sonrisa, el centurión se cuadró y saludó a Marcelo, tras lo que abandonó la
tienda.
Marcelo se sirvió un nuevo vaso de vino.
Debía prepararse para asistir a la cena que se celebraría en la tienda del
gobernador. Un gesto de asco transformó sus ojos en dos grietas verde azuladas.
Dio un generoso sorbo a su vino que le hinchó peligrosamente los carrillos.
Cerró los ojos y tragó. El cálido néctar recorrió su pecho por dentro y rellenó
el doloroso hueco que sentía en sus entrañas. Su plan tenía que funcionar, sin
duda. Apuró de dos tragos más su vino y llamó a su esclavo.
Capítulo V
Era
ya noche cerrada cuando Marco Galerio entró en su casa. Urso, que lo
acompañaba, entró tras él y se dirigió directamente a la cocina. El tribuno se
encaminó con paso lento a su aposento; necesitaba asearse y quitarse la ropa
embarrada antes de cenar. Al entrar en su cuarto ya llevaba el manto en la
mano, que dejó sobre el lecho. Decidió esperar a Urso para poder quitarse el
resto del uniforme ya que él sólo no podía desabrocharse las cinchas de la
lóriga. La iluminación era muy pobre, apenas una lucerna, dado que al parecer
Hipia aún no había preparado el cuarto, aunque tampoco ayudaba mucho el rojizo
resplandor de un brasero colocado a un lado de su lecho. En la esquina del
dormitorio más alejada de la puerta Galerio vio a alguien; estaba de espaldas,
los codos apoyados en una cómoda, con un espejo en la mano. Marco extrajo su pugio
de la funda lentamente mientras se aproximaba al extraño con sigilo. En ese
instante Urso bramó por el atrio según se acercaba rápidamente:
—¡Esclava, dónde demonios te has metido!
Marco y la persona que permanecía en el
rincón del cubículo sin haberse apercibido de su presencia se giraron a un
tiempo hacia la puerta en el momento en que Urso entraba como una exhalación.
La persona en cuestión no era otra que la esclava que se habían traído de
Gades. La mujer, al ver que Marco estaba allí con un puñal en la mano, dejó
caer el espejo que chocó contra el suelo con un estruendo metálico y se cubrió
el rostro con los brazos en evidente actitud defensiva. El vozarrón de Urso
cuando estaba enojado era ya de por sí suficiente motivo de miedo. Éste se
dirigía como un venablo hacia la mujer, cuando Galerio le sujetó por un brazo y
lo retuvo con firmeza, mientras devolvía el puñal a su funda.
—Déjala –dijo con un susurro.
Urso, sorprendido miró a Marco como si
fuera una aparición.
—Amo, ella no debería estar aquí.
Galerio ignoró sus palabras.
—No me habías dicho que la mujer había
mejorado tanto –el tono de Marco mostraba evidente sorpresa.
—Has estado fuera algunas semanas y muy
ocupado –Urso avanzó un par de pasos hacia la mujer—. Parece que los dioses la
protegen porque en este tiempo se ha recuperado mucho y casi está bien del
todo; sólo cojea un poco y aún no habla.
La mujer miró a los hombres a través de
sus brazos y poco a poco los retiró de su rostro. Con cuidado se agachó y cogió
del suelo el espejo, lo limpió con la manga de su vestido y se giró para
depositarlo nuevamente encima del mueble con extrema delicadeza, pero antes
volvió a echar un nuevo y raudo vistazo a su imagen.
—¿Hablará? –Marco preguntó sin quitar ojo
a la esclava mien- tras avanzaba un paso hacia ella.
—No lo sabemos, amo –Urso se adelantó y
tomó a la mujer de un brazo tirando al mismo tiempo de ella en dirección a la
puerta—. Crito dice que recibió un enorme golpe en la garganta y que por eso la
tiene hinchada y no puede hablar; puede que, quizá, cuando mejore…
—¿Sabéis algo de ella? –cortó Galerio.
El esclavo negó en silencio.
—¿Entiende lo que hablamos? –insistió
Marco.
—No lo sé, amo –contestó Urso—, no parece
estúpida y obede- ce cuando se le da una orden sencilla. Sin embargo, cuando
Hipia y yo conversamos la esclava parece ausente.
Marco Galerio la observó con
detenimiento. Era de pequeña estatura y delgada. El cabello, que empezaba a
crecer y cubría a duras penas un rosado costurón en su cuero, era oscuro y
abundante. Parecía un muchacho excepto por sus senos, que abultaban su túnica
con suficiente generosidad, y por su rostro; marcado aún con varias costras y
hematomas, se veía propio de una mujer, ovalado, de piel lisa y aceitunada,
ojos enormes de color impreciso y un hoyuelo en su barbilla que le daba un
toque travieso, según le pareció al tribuno. No era especialmente hermosa,
cierto, pero algo en ella hacía que no pudiera dejar de mirarla.
Urso tomó a la mujer del brazo que le
siguió obediente. Al pasar delante de Marco ella lo miró directamente a los
ojos y los fijó en él hasta que abandonó la habitación. Esa impertinencia no
pasó desapercibida al tribuno que no pudo evitar una media sonrisa por la
desfachatez y atrevimiento de la esclava. Su mirada era franca, curiosa más que
osada, inteligente.
Ambos esclavos salieron y se perdieron al
fondo de la casa en silencio.
Marco se sentó en una silla cercana a la
lumbre del brasero y se quitó el calzado. Al poco volvió Urso con agua
caliente, paños, esponjas y, en silencio, le ayudó a desvestirse. Mientras se
aseaba olvidó por completo a la esclava. Un único pensamiento taladraba su
cabeza. Ya hacía más de tres semanas que buscaba la forma y manera de informar
al legado Fabio Buteo de los rumores que circulaban con respecto a una intriga
que se estaba maquinando para acabar con la vida del gobernador. No lo había
hecho la jornada de su regreso a Hispalis porque no quería plantear tan
delicada cuestión en presencia del duunviro Horatio Víctor. Y menos aún en
presencia del tribuno Mario Atilio. No se fiaba de él; no podía explicarse el
motivo, pero algo en ese hombre le llevaba a desconfiar totalmente y no era sólo
el desagrado que le causaba su persona, sentimiento que, sabía sin lugar a
dudas, era mutuo. No. Era algo más y precisamente eso era lo que le impedía
plantear tan delicada cuestión delante de él. El problema era que no se
separaba ni un instante del legado y no encontraba la forma de abordarlo a
solas sin la presencia de tan indeseable testigo. Al no haber informado de
todos los datos que traía de Gades como era su obligación, consideraba que no
había cumplido correctamente con su misión y que estaba cometiendo una falta,
quizá una traición.
No sabía como solucionarlo y se estaba
volviendo loco por la angustia.
—Puedes retirarte, Urso.
El esclavo dejó encendida otra lucerna en
una mesita de bronce y avivó el picón del brasero, tras lo que salió de la
estancia en silencio.
Marco se sentó en su mullido sillón.
Había pertenecido a su padre; aún podía recordarle sentado en ese mueble,
sonriendo y saboreando un vaso de vino mientras conversaba alegremente. Sentía
que jamás podría llegar a ser como él. Marco Galerio Celer, su padre, siempre
sabía lo que era correcto y no habría tenido sus temores ni sus angustias.
Habría cumplido con su misión y habría dejado a los altos responsables de su
legión que asimilaran la información que su mensaje contenía para que tomaran
las medidas oportunas. Jamás se habría dejado llevar por estúpidos recelos
originados por una animadversión personal, porque Marco estaba convencido que
sus dudas con respecto a Mario Atilio era sólo eso y nada más. A parte, podía
estar seguro de que todo lo que le contara a Fabio Buteo terminaría llegando al
conocimiento de Mario Atilio, no en balde a sus espaldas le llamaban «la
esposa».
Por otro lado, estaba Marcelo.
Marco Galerio suspiró con un nudo en la garganta y se pasó ambas manos
por el cabello. Las sospechas de Lucio Naevio, sin haberlo dicho a las claras,
apuntaban al cuestor Marcelo. Su información no dejaba muchos sospechosos para
semejante e infame delito. Algo en su interior le impedía poner en la picota a
alguien tan querido para él, su segundo padre. Lo peor de todo, sin embargo,
era que Marco le creía capaz de eso y de mucho más. Conocía perfectamente las
frustradas aspiraciones políticas de Marcelo y la ira que le poseyó durante
semanas cuando fue anunciado el nombramiento de Domicio Calvino para el puesto
que él creía que ya le correspondía por derecho. Había visto la crueldad y la
violencia que se gastaba cuando consideraba que debía castigar o vengar una
afrenta y por ello no le habría extrañado que el asesinato del gobernador
pudiera estar entre sus planes. Indiscutiblemente le creía capaz de eso y de
más.
Debía solucionar este asunto y pronto. Ya
había dejado pasar demasiado tiempo y eso iba en su contra.
Escuchó voces en el atrio. Cayo Ulpio ya
había llegado para cenar. Se acomodó la túnica y salió a recibirlo con una
sonrisa.
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